John Le Carré decía que un escritorio “es un lugar peligroso desde el que ver el mundo”: y desde ahí lo miró siempre él, atendiendo a sus complejidades, a sus enigmas, a sus intrigas, a sus conspiraciones; a sus personajes llenísimos de matices capaz de arrojar luz a la turbia condición humana. El novelista británico, todo un icono, todo un emblema, acaba de marcharse a los 89 años por culpa de una maldita neumonía. Cerró los ojos en el Royal Hospital de Cornwall, como ha confirmado Jonny Gellar, su agente literario: “Con mucha tristeza, debo anunciar el fallecimiento de uno de los grandes escritores del mundo: John le Carré”.
Pero no puede ser que Le Carré muera, porque las historias que ha creado tienen vida propia. Porque el agente George Smiley tiene vida propia y seguirá protagonizando seis de sus novelas más míticas, como Llamada para el muerto, Asesinato de calidad o El honorable colegial. Todos los caminos que Le Carré propuso le sobrevivirán, porque no eran solamente magistrales ejercicios de ficción, sino sapiencia pura de lo que decía, especialmente en cuanto a la Guerra Fría y a su espionaje se refiere.
De hecho, el autor arrancó su libro de memorias Volar en círculos advirtiendo que no pensaba hablar de sus años en el espionaje -cuando publicó en 1963 su célebre El espía que surgió del frío llevaba más de una década currando en el MI5-, aunque terminó por hacerlo: contó que a sus antiguos jefes les había afectado bastante -les había irritado hasta la médula- la lectura de algunos de sus pasajes y de sus personajes -¿quizá les resultaban familiares?-; y que la peor venganza de un agente desencantado no es escribir novelas sobre el tema. “¿Cuántos de nuestros atormentados espías hubiesen preferido que Edward Snowden escribiera una novela?”, lanzaba.
Un autor enigmático
Es un tipo muy misterioso, Le Carré. Siempre lo fue, desde su propio pseudónimo, porque en realidad se llamaba David Cornwell y nunca ha explicado por qué se rebautizó así. Su padre fue un ladrón y un estafador. Su madre lo abandonó siendo un crío. En la universidad trabajó como espía de sus compañeros, haciéndose pasar por izquierdista, y acabó denunciando sus afiliaciones comunistas. Tiempo después se obsesionaría con esa labor tan dudosamente honrosa para un hombre tan terco en cuanto al honor y la moral se refiere: se pasó 45 años pensando en ello, echándoselo en cara, pero a veces, para tratar de perdonar sus traiciones, se decía que todo aquello fue “para defender a su país y a una sociedad libre”.
Fue el autor de la decencia, Le Carré. Porque en un mundo miserable y sórdido, él no paraba de preguntarse en sus novelas por la vieja cuestión del fin y de los medios, y por la dignidad, y por la valerosidad, y por los amigos y los enemigos y los pactos y los códigos y las victorias pírricas y las heridas irreparables. En realidad, Le Carré nunca ha parado de preguntarse sobre qué es ser un buen hombre. Sobre qué salva a una sociedad y qué la condena.
“La opción decente es algo que también marca mi propia vida. En primera instancia sobre qué hacer con mi padre cuando me di cuenta de que era un estafador. ¿Qué hacía? ¿Avisar a la gente de que no tratase con él? Mi solución fue escapar a Suiza a los 16 años. Y luego entré muy rápidamente en la experiencia de la Guerra Fría. Me empezaron a decir desde muy joven: ‘Éste es un trabajo sucio, David, pero alguien tiene que hacerlo, y porque hacemos el trabajo sucio somos héroes”, contaba en una entrevista.
Infancia traumática
Tolstói escribió que "todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo", y Le Carré editó la frase: "La gente que tiene infancias infelices es muy buena en inventarse a sí misma". Como él mismo. Es muy reveladora esa edición, quizá de las pistas más transparentes que nos ha ofrecido el novelista sobre sí mismo a lo largo de la vida: fue un crío traumatizado por la ausencia de su madre y por la corrupción moral de su padre. Tardó mucho tiempo en ser feliz. Se preguntó desde muy pequeño qué era hacer lo correcto, especialmente porque su gran dios -que era su padre- se portaba negligentemente.
Como creció en orfanatos y en internados y nunca sabía dónde iba a pasar las vacaciones, se bautizó como "el chico de las instituciones" y empezó a cogerles verdadero cariño y respeto. Las ha defendido siempre. Quizá porque fueron su única casa. Quizá porque el Estado ejerció de familiia para él.
Sus grandes temas son antropológicos, son filosóficos, son psicológicos, por eso el final de la Guerra Fría no destruyó su literatura, al revés: le dio alas para abordar temas más actuales como el terrorismo islámico, el derrumbamiento de la Unión Soviética y todas sus consecuencias, el tráfico de armas, los tejemanejes de las industrias farmacéuticas o incluso el Brexit, Putin o Trump.
Compartir el dolor humano
Sabía mucho Le Carré de la vanidad y del rencor, del cinismo, de cómo los fuertes se hacen fuertes aprovechándose de la vulnerabilidad de los otros. Sabía mucho de crear protagonistas con rasgos de antihéroe, como el auténtico George Smiley que mencionábamos: ese caballero bajo, calvo, con sobrepeso y con gafas que está lleno de poder precisamente porque los demás le toman por un pacato. Precisamente porque los demás le tienen por un pusilánime.
Será uno de los pocos escritores, Le Carré, que ha tenido tamaño éxito y que ha convertido su trayectoria en un best-seller tras best-seller y no por eso ha perdido ni un ápice de prestigio, al revés: es popular pero es sofisticado, lo han leído en todo el mundo sin por eso manosearlo o convertirlo en literatura fácil. Apenas ha dado entrevistas en su vida. Se ha intentado mantener lejos de los focos: de hecho, son muchos los que se extrañan por sus declaraciones contradictorias a lo largo de la vida, como si nunca hablase en serio del todo, como si nunca nos dejarse llegar a conocerle de verdad.
Fue exigente consigo mismo y con la palabra hasta el último momento. Quiso estar en los sitios y contar lo que veía, no trabajar desde su mesa británica y contar historias ambientadas en Hong Kong. Sabe que eso no sirve de nada, y cuando estuvo a punto de caer en esa desidia, se golpeó a sí mismo: “La madurez me había vuelto gordo y perezoso y seguía viviendo de unas reservas de experiencia pasada que se me estaban agotando. Me sonaba en los oídos una frase de Graham Greene, algo así como que si quieres hablar del dolor humano tienes que compartirlo”.
Memoria y cosas que contar
Su memoria fue su gran aliada. Y su generosidad a la hora de mostrar al público un mundo críptico que él había escrutado y padecido muy bien. Nos dejó algna recomendación, el genio: “Regla número uno de la Guerra Fría: nada, absolutamente nada, es lo que parece. Todos tienen una segunda intención, cuando no una tercera. ¿Un funcionario soviético propone abiertamente visitar con su esposa la casa de un diplomático occidental al que ni siquiera conoce? ¿Quién está intentando enredar a quién?”.
En 2018 fue diagnosticado de cáncer. A ese propósito, dijo en una entrevista, riéndose, que se había convertido en una "tragedia nacional", porque la enfermedad se solapó con una numonía. "Pero, mira, soy muy viejo y he tenido una vida maravillosa. Supongo que es el precio que hay que pagar. Y no tengo ningún miedo a la extinción, solo quiero morir cómodamente. ¿No es lo que todos deseamos?", decía. "He llevado una vida asombrosa. Hubo un escritor inglés que dijo: Escribo para tener algo que leer cuando sea viejo (se rie). He vivido tantas vidas". Por muchas más.