Así es 'El chisme', el último libro mediocre de Risto Mejide, el hombre que 'enjuicia' talentos
La segunda novela de Risto Mejide es un 'meh': está a punto de ser profunda y expectorante, pero vuelve a ser marketiniana. Vuelve a darnos instrucciones al resto sobre cómo vivir.
12 marzo, 2021 02:46Noticias relacionadas
El chisme (Espasa) es un libro templado. No sales de él queriendo quemar contenedores, ni con ganas de enamorarte, ni con una gélida sensación de vacío. No sales de él siquiera con ganas de suicidarte, como después de leer a Pessoa -y qué expectorante eso-. Está bien, El chisme, está meh. Decepcionante si tenemos en cuenta quién es su autor y cuánto promete, cuánto teoriza, con qué fina inteligencia y suspicacia enjuicia el talento de los otros. Risto es como una epifanía vibrante, un comunicador que se vende totémico: siempre parece que desliza algo que el resto no conocemos y que sólo a través de las rendijas de su palabra podemos asir.
Juega en ese frontón del misterio, flota en una especie de oráculo que promete aclarar lo que es bueno, lo que es interesante, lo que es relevante. En este libro se demuestra que el autor conoce de forma muy sofisticada cómo funciona la artificiosidad, el aparato, la pompa, la espectacularidad -los engranajes invisibles de la publicidad-.
No puede parar de ser vendible, de ser masticable, de ser sugestivo; la pena es que hay algo subterráneo, algo que late debajo de su escritura ágil y encantadora, que se detecta falso, que se intuye forzado, que se sabe tramposo. Esa línea que lo aleja de ser verdaderamente un escritor profundo para quedar en un autor marketiniano. Ya lo decía Truman Capote: "Cuando dios le da a uno un don, le entrega también un látigo, y ese látigo es, sobre todo, para autoflagelarse".
Soledad y torpeza
El chisme a ratos entretiene, lo que es mucho decir en los tiempos que corren -y en los que se desprecia cruda e injustamente el ocio rayano en la cultura-. De hecho, tiene algo de cinematográfico. Quizá funcionaría bien como serie, una suerte de thriller enrocado en los terrores y los placeres de la inteligencia artificial que, por el camino, se para a reflexionar sobre muchas cosas: el talento, el amor, la admiración, las secuelas del bullying, el bombón envenenado de la fama, el circo de los medios, la verdad -algo que a nadie le interesa ya-, la persona que fingimos ser para calar en los otros, la ambición, la voz interior -si es que existe algo parecido-.
Como decíamos, si fuera la obra de un autor desconocido, novel, sería saboreable: pero esperábamos más. Se agradece que tenga algo pseudoinfantil, algo adolescente: ramalazos de fragilidad insólita, de vulnerabilidad. Un no sé qué conmovedor.
El chisme es un cuento medio fúnebre sobre los seres perdidos en este mundo inhóspito de los datos, de los réditos, de las cifras ansiosamente exigentes con las que ya no sólo se mide nuestro éxito, sino nuestra valía. Es un cuento sobre lo solos que estamos -sobre lo terriblemente solos que andamos-, incomunicados, en el fondo, los unos de los otros. Siempre en un abismo frente al ridículo que nos impide hablar de verdad, expresar nuestra ternura.
Sentencias efectistas
Es esa bocanada mareante de la vida moderna que nos empuja a tener que gustar a los demás, a tener que seducirles todo el tiempo, a pesar de que ellos no nos interesen en absoluto a nosotros. La nota que nos pongan será nuestra nota, la única merecida, la única posible. Somos lo que nos ama, no lo que amamos nosotros -tal vez porque el capitalismo entiende mucho del deseo pero nada del amor-.
El espectador, el lector, el comprador -el consumidor, quien sea- es inteligente, eso es lo que nos han contado. Nosotros sólo somos su producto. Hemos de parecer chispeantes. Ingeniosos. Guapos, a ser posible. Alumbradores. Hay algo desolador en todo esto. Algo en lo que Risto amenaza con identificarse, pero no llega a meter el dedo en la llaga del todo. Ese es el meh.
Risto Mejide sabe mucho de la anatomía de la fama, de la notoriedad. Será un buen forense cuando el foco acabe pasando de él, como profetiza en el libro -se le antoja inevitable-. Quizá por eso es mejor autor de manuales que novelista, y, por descontado, que poeta romántico -donde compite a la altura de Marwan o de Elvira Sastre-: porque siempre está dando órdenes en su prosa. Porque siempre está enseñándonos algo. Viene lleno de frases burbujeantes, juguetonas consigo mismas; frases narcisas y resultonas que sientan cátedra sobre esto y sobre aquello, sobre antropología, sobre sociología, sobre identidad, al cabo, sobre qué papel juega uno en el mundo.
Por ejemplo, dice que hay tres condiciones para el ser humano: la del hijo, la del padre, y la del hijo de la grandísima puta -algo parecido a lo que ya lanzó Bigas Luna, pero rebozado, porque las sebosas sentencias pretendidamente rompedoras pero simpáticas y las efectistas divisiones del mundo también tienen un tope-. Dice que una casa sin libros “es un tanatorio de ideas”. Dice que sólo hay algo peor que un famoso, “un exfamoso”, que una ambulancia es el “taxi del dolor”.
¿Quién dicta lo genial?
El eje de la historia es Diego, divorciado, padre de una cría de cinco años, tipo grisáceo que está buscando su verdadera inteligencia -aunque, irónicamente, trabaja en una empresa de inteligencia artificial-. Es un patético ilustrado, un tipo que nos cae irremediablemente bien porque sacude al idiota que hay en todos nosotros, al wannabe, al inseguro. Todo cambia en su vida cuando lo invitan a un programa de televisión de entrevistas en profundidad para hablar de su oficio y comienza a adquirir repercusión mediática.
Pero, ¿es su genialidad la que parece? ¿Y si existiese un 'chisme' que le dicta al oído lo que tiene que decir para sacudirse la mediocridad y parecer seguro, brillante, estratega y elocuente; un aparatito que le indica cuál es el camino de la victoria vital? ¿Y si en el camino nos preguntamos qué tenemos nosotros que decir, qué tenemos que aportar, cuál es nuestra voz propia, cuál es nuestro discurso? ¿Por qué a veces lo mejor de nosotros resulta ser algo que ni siquiera es nuestro?
Hay personajes carismáticos en la novelita, como Valentina Beef, estrella de los informativos de España, bella, punzante, rápida, fiera -y con secretos, como todas las personas estimulantes-. Ella representa el trabajo bien hecho, la dignidad intelectual, la honestidad frente al oficio en el mundo del share y de los porcentajes devoradores, de la comida rápida para el espectador. O eso parece. Gracias a ella en el libro se habla del envejecimiento de la mujer, de su caducidad televisiva. Gracias a ella se habla de acoso y de miedo. Se habla de trucos sucios para debilitar al otro. Beef resulta apasionante -es la voz pretendidamente fuerte-, Diego resulta torpe -es la voz pretendidamente confusa-, y Mejide debe ser una mezcla entre estos dos personajes encantadores. Lástima que sólo lo deje entrever un poquito.