La pasión por los libros y las novelas y películas sobre librerías
Llueve en la ciudad. El detective privado Philip Marlowe (Humphrey Bogart), en trance de investigar, entra en la librería Acme Book Shop sin necesidad de quitarse el sombrero. Le atiende la propietaria (Dorothy Malone), una joven de aspecto recatado (gafitas, pelo recogido), aunque atractivo. Marlowe trata de averiguar algo sobre un tal Geiger, propietario de otra librería situada enfrente. Pregunta a la chica por dos libros "curiosos", dos raras ediciones. La muchacha dice que nunca han existido. Dice también: "Empieza usted a interesarme vagamente". Vagamente, dice.
Desde el principio, la librera y el detective coinciden en un estrecho cortejo mutuo con frases de doble sentido. Ella ha puesto el cartel de cerrado y ha bajado la persianilla de la puerta. Se suelta el pelo, se quita las gafas y acepta tomar el whisky que Marlowe sirve en dos vasos. "Parece que vamos a estar bloqueados el resto de la tarde", ha dicho.
Más claro, agua. En una librería puede pasar de todo, eróticos escarceos y pesquisas criminales. Estamos en una escena de El sueño eterno (Howard Hawks, 1946), esa película con fama de incomprensible. La novela homónima de Raymond Chandler (1939) describe la misma escena, pero sin asomo de tensión erótica. No sabemos si fue William Faulkner, uno de los coguionistas, quien añadió el ingrediente sexual, que sólo mediante (muy claras) insinuaciones resultó ser de alto voltaje erótico en la película.
Librerías antiguas y modernas
Borges escribió: "Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza…".
Ese encuentro entre el libro y su lector se da en las librerías. En el ambiente del Día del Libro, celebrado ayer, hablemos hoy, rizando un poco el rizo, de los libros sobre librerías. Preferentemente, de las novelas con una librería en el núcleo de su argumento y de su trama, que ya van siendo muchas, casi todo un subgénero literario. Elegiré solamente entre títulos que he leído y me han gustado.
Antes, y mientras podemos seguir viendo por ahí el documental Libreros de Nueva York (D.W. Young, 2019), recordaré dos ensayos apasionantes sobre el asunto. De Alfonso Reyes, Fórcola publicó hace diez años Libros y libreros en la Antigüedad, librito apetitoso en el que el sabio mexicano nos contó cómo eran y cómo funcionaban las ya existentes librerías de la Atenas y la Roma clásicas.
Por el contrario, Jorge Carrión, en Librerías (Anagrama), se centró en un recorrido histórico por las más interesantes y míticas librerías de todo el mundo durante el último siglo y en la actualidad.
En ese recorrido podría ver estado la librería londinense Marks & Co, que cerró en 1970. En ese establecimiento trabajaba Frank Doel, el librero que durante veinte años suministró por correo los libros raros que, desde el otro lado del charco, le solicitaba por carta la algo excéntrica escritora norteamericana Helen Hanff.
Hanff, en 1970, publicó 84 Charing Cross Road —la dirección de la librería—, libro que, editado aquí por Anagrama, recoge la nutrida correspondencia epistolar entre Frank y ella, base con el tiempo de una intensa relación afectiva. Nunca llegaron a verse.
Superando magníficamente las dificultades que entrañaba adaptar al cine un copioso conjunto de cartas, el británico David Jones rodó La carta final (1987), una emocionante, divertida y delicada película que he vuelto a ver casualmente hace unos días.
Anthony Hopkins encarna a Doel y Ann Bancroft, de forma irresistible, a Hanff. Todo un regalo de amor del actor cómico y director de comedias Mel Brooks, quien produjo la película para mayor gloria de Bancroft, su esposa durante más de cuarenta años. Y, en el breve papel de mujer de Doel, una joven cincuentona llamada Judi Dench.
Los libreros delincuentes
Sin salir de Charing Cross Road, se podría encontrar el escaparate de William Buggage: libros raros, si no fuera una completa invención de Roald Dahl en su cuento largo titulado El librero (1987), publicado por Nórdica hace cinco años.
Dahl, sarcástico y siniestro como casi siempre, cuenta la nada literaria y muy criminal actividad del zafio Buggage y su ordinaria empleada, la señorita Tottle, lascivos amantes, quienes se dedican a timar a acaudaladas viudas que rastrean en las esquelas: les facturan libros eróticos presuntamente encargados a la librería por sus maridos antes de palmarla. Las viudas, horrorizadas por las desconocidas aficiones de sus esposos, apoquinan al instante para olvidarse del sucio asunto. Hasta que un día…
Este procedimiento delictivo recuerda, dicho sea de paso, al practicado por Moses Pray (Ryan O'Neal) en Luna de papel (Peter Bogdanovich, 1973). Pray —oportuno apellido— endosa a piadosas viudas lujosas ediciones de la Biblia que sus difuntos maridos (no) habían encargado días antes de morir.
Dos libreras y un amor
Volviendo a Inglaterra, encontramos a la joven viuda Florence Green, que se lanza a la odisea de abrir una librería en un pequeño pueblo costero del condado de Suffolk. Aunque recibe algunos apoyos, la alta burguesía local recela de sus propósitos y, después, le hace la vida imposible cuando ella pone a la venta la "inmoral" Lolita, de Vladimir Nabokov. Estamos en 1959.
La librería (1978), de Penelope Fitzgerald, publicada por Impedimenta, es todo un canto romántico a los libros y a la aventura solitaria de difundirlos frente a la hostilidad de moralistas y poderosos. Isabel Coixet dirigió con éxito en 2017 una bella y premiada adaptación al cine de La librería, que revitalizó la lectura de la novela.
En Nagoya (Japón), Mitsuko, una joven con oscuro pasado y brumoso presente (según iremos sabiendo) regenta una librería especializada en Filosofía, mientras cuida de su madre y de su hijo, Tarô, un niño de siete años sordomudo y mestizo. La entrada en su tienda de una dama distinguida y su hijita va a desestabilizar su no fácil rutina, pues traen consigo deliberadamente inquietantes misterios de un pretérito por desvelar y asumir.
La japonesa Aki Shimazaki, afincada en Canadá, es la autora de Hôzuki, la librería de Mitsuko (2015), publicada en español por Nórdica, una novela plenamente moderna que vale mucho la pena leer y que pone en relación el apacible mundo de los libros y del pensamiento con las más desoladoras turbulencias psicológicas y existenciales de la vida de dos mujeres heridas.
La historia de "un amor a destiempo", en los años 60, conforma el argumento de El librero de París y la princesa rusa, exquisita novela corta de la norteamericana Mary Ann Clark Bremer, escritora casi secreta entre nosotros desvelada por Periférica, editorial que también, y entre otras joyas, ha publicado otra novela que viene al caso, Una biblioteca de verano.
Los mejores libros y la mejor pintura aprietan el lazo romántico, algo decadente y casi platónico que une, en el barrio parisino del Marais, a una aristócrata rusa y a un librero judío en ese neblinoso "amor a destiempo" e imposible que, con aroma clásico, podría haber filmado un Josef von Sternberg o, mejor, un Max Ophüls, o quizás, ¿por qué no?, un Wong Kar-Wai.
La bibliofilia extrema
No quiero dejar de citar dos libros muy singulares que, al menos indirectamente, conectan muy bien con el contenido esencial de este artículo: el amor a los libros. Son Los amores de un bibliómano y El bibliótafo —extraño título—, escritos, respectivamente, entre lo narrativo y lo ensayístico, por los norteamericanos Eugene Field y Leon H. Vincent (siglos XIX-XX), muestra extrema de la bibliofilia culta y febril.
Y muestra también, a añadir, de la dedicación y gusto de Periférica por publicar libros sobre los libros. El éxito incuestionable de esta línea editorial llegó cuando Periférica publicó La librería ambulante (1917) y La librería encantada (1919), sobre las divertidas y, después, también misteriosas peripecias de la pareja formada por los maduros libreros Roger Mifflin y Helen McGill, primero nómadas a bordo de un carromato que recorre los pueblos y más tarde asentados en Brooklyn.
Frances, Adrienne y Sylvia
Christopher Morley, el autor de estas dos novelas, fue cliente habitual de la neoyorquina Gotham Book Mart y aparece especialmente retratado, junto a otras muchas celebridades de la literatura, en La librera y los genios (Trama), las memorias de Frances Steloff sobre los casi setenta años que estuvo al frente de su librería.
Este libro llama a otro, Rue de l'Odéon (Gallo Nero), no menos repleto de celebridades, los recuerdos de Adrienne Monnier, la fundadora en 1915 de otra librería histórica, La Maison des Amis des Livres, en la Rive Gauche parisina.
Fue Monnier quien inspiró a su más que amiga Sylvia Beach —amiga también de Steloff y citada en su libro— la fundación en 1919 de la librería más legendaria, mediática y, finalmente, turística de la historia: Shakespeare and Company. Woody Allen la tuvo que sacar, claro, en Medianoche en París (2011).
Sylvia Beach escribió igualmente un libro de recuerdos sobre su intrincada librería, Shakespeare & Company (Ariel), y probablemente no haya duda de que las memorias de Steloff, Monnier y Beach —mujeres libreras todas— forman el tríptico más suculento y con más negritas que jamás se ha escrito sobre la vida de las librerías.
Sobre las librerías y la vida, en realidad, porque vida, real o imaginada, y no sólo libros —o, precisamente, por haber libros— es lo que ha habido y habrá en esas tiendas que siempre han hecho bien a los que en ellas entran y, aunque no lo sepan, bastante mal a los que dejan de entrar.
Con una excepción conocida, toque de humor (¿negro?) para cerrar. Jorge Carrión cuenta en su muy jugoso libro que el cineasta japonés Akira Kurosawa quiso entrar, en 1923, en la librería Maruzen de Tokio para comprar un libro a su hermana. Estaba cerrada y se alejó del lugar. A las dos horas, un brutal terremoto destruyó por completo el edificio de la librería e incendió el barrio entero.