Cuando en 1984 Juan Carlos Frugone y yo mismo le dijimos a Mario Camus que queríamos que fuera el protagonista del primer ciclo que organizábamos como responsables de la Semana de Cine de Valladolid, se mostró muy sorprendido. Decía no merecer tal homenaje, que él era un simple profesional del cine, un artesano que nunca había pretendido ser un autor, en el pleno sentido que se daba al término. No era una actitud de falsa modestia, sino que respondía a una humildad de la que Mario hizo siempre gala, quizá llevado por una timidez congénita que le hacía huir de los focos. Y eso que venía de hacer, entre 1977 y 1983, la trilogía básica conformada nada menos que por Los días del pasado, La colmena y Los santos inocentes, con su serie televisiva sobre “Fortunata y Jacinta” entre medias.
Fue la razón de que Frugone titulase como “Oficio de gente humilde…” el libro que publicase Valladolid, también el primero que se dedicaba al cineasta santanderino. Respondía a una frase del propio Camus, cuando defendía que “hay que acostumbrarse a no dominar nunca del todo nuestro trabajo. Por eso, este oficio nuestro es un oficio de gente humilde. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de interpretar y explicar la vida y los comportamientos humanos”. Una actitud que mantuvo a lo largo de sus 86 años y de sus infinitos trabajos para cine y televisión.
Aunque lo que realmente le motivaba a Mario era escribir, ya fuera para sí mismo, para otros como Carlos Saura o Pilar Miró, ya fuese en guiones originales o adaptando obras que admiraba, trabajo en el que no tuvo a nadie a su nivel. Su pasión, incluso más que el cine, era la lectura y la escritura, todo lo había leído, todo lo había analizado y exprimido al máximo. En un artículo para “Diario 16” de poco después de que le encontrásemos para el ciclo vallisoletano, del 22 de julio de 1984 exactamente, y que titulase “Libros de día, películas de noche”, recordaba de su niñez que “mi evolución en materia de lecturas y el paso de las historietas representadas en detalle con nubes de diálogos secos y simples hasta las áridas páginas de los libros donde no había ilustración alguna, significó la necesidad de buscar imágenes para aquellas narraciones que carecían de ellas, acostumbrados como estábamos a ver y a conocer las aventuras y los héroes de las primeras lecturas”. Es decir, llegar al cine a través de la palabra escrita.
Otro recuerdo personal: cuando Diego Galán y yo fuimos a entrevistarle para la revista “Triunfo” a su chalet de estanterías repletas de detrás de la Plaza de Castilla, de lo que se empeñaba en hablar continuamente no era de sus películas (“lo que tenía que decir ya lo he dicho en ellas”, argumentaba), sino de los libros que le habían fascinado, de las novelas que no podíamos dejar de leer, de personajes y más personajes que habían quedado en su memoria. Quizá porque nos veía como dos pipiolos –hasta el final me llamó por el diminutivo de mi nombre…, no sé bien la razón– que todavía necesitábamos adoctrinamiento literario, la verdad es que en las tres horas largas que duró el encuentro tuvimos que extraerle con sacacorchos una serie de frases sobre cine que nos permitieran llenar nuestra entrevista.
Siempre tuvo Mario Camus una cierta vocación didáctica. Como se demostró al recibir el Goya de Honor en 2011 con un espléndido discurso, tan denostado por algunos debido a su longitud que, según ellos, rompía el ritmo televisivo de la ceremonia. Pocos atendieron a unos párrafos que, sobre todo, eran una apasionada defensa de la profesión de cineasta, en un momento precisamente en que, tras El prado de las estrellas, de 2007, los productores ya no confiaban en él pese a contar con proyectos muy prometedores. Una profesión en la que creyó a pies juntillas, como cuantos directores surgieron de la Escuela Oficial de Cinematografía y que, en la década de los 60, formaron el “Nuevo Cine Español”, atacado precisamente por quienes nunca llegaron a hacer nada más allá de charlas de cafetería.
Por extensión, Mario siempre estuvo preocupado por la salud y la continuidad de nuestro cine. Un día, mientras estábamos acabando de preparar en el ICAA la Ley del Cine de 2007, me lo dijo taxativamente: “Los problemas del cine español se acabarían si se eliminara el doblaje de las películas norteamericanas”. Él, que siempre fue un defensor del cine clásico de Hollywood, veía en su apropiación de la lengua un elemento de abusivo desequilibrio comercial. Cuando traté de argumentarle que esa desaparición del doblaje arruinaría a las salas de cine, porque el público español se había acostumbrado a él desde los años cuarenta, su respuesta la pronunció con dureza: “Lo que pasa es que no vais a tener la valentía de hacerlo, como nadie la ha tenido nunca en este país”. Posiblemente tenía razón…
Ahora, cuando Camus ya no está con nosotros, cuando –como en la cita que abría Los días del pasado– cabe interrogarse sobre la dificultad de abordarlo, pienso que nada ha expresado en imágenes con tanta determinación lo que significaba el caciquismo y la lucha de clases durante el franquismo como Los santos inocentes. Ni nada nos ha reflejado como en un espejo de lucidez la miseria moral y económica de la posguerra como La colmena. Ni nada nos ha acercado más, envuelto en una preciosa historia de amor, al mundo clandestino del maquis como Los días del pasado. Ni nada nos comunicó mejor la angustia de un fugitivo como Con el viento solano. Ni nada nos ha hablado con tanta sutileza de los desgarros internos del terrorismo como Sombras en una batalla..., por no hacer esta lista exhaustiva. Sí, muchas veces en compañía de Delibes, Cela o Aldecoa, pero no siempre. Se consideraría Mario solo un artesano, un profesional aplicado, pero si esto no es un autor, ¿quién lo es en verdad?
Por si les queda alguna duda, lean, por favor, sus cuentos, compilados por Valnera Literaria en volúmenes titulados “29 relatos” o “Quedaron estas cosas”. La claridad, la elocuencia y el carácter poético de buena parte de su cine quedan también patentes en ellos. Revisar sus películas, leer sus narraciones, admirar sus imágenes y su prosa es la mejor forma de recordar al gran Mario Camus.
***Fernando Lara fue director del Festival de Valladolid y director general de Cinematografía