Escondido detrás de unas gafas redondas, una cara redonda, un cuerpo redondo y una baja estatura, vivió siempre un hombre decidido, de firmes convicciones políticas y sociales, que hizo del periodismo en los tiempos difíciles del franquismo y en los que llegaron después una suerte de religión pagana. Se llamaba Antonio Ivorra y siempre fue amigo de todos, de los que pensaban como él y de los se creían adversarios.
Un Sancho de barrio castizo. Un Alonso Quijano de Clavileño soñador con patas de madera. A veces, cuando tocaba, sacaba su carácter a pasear y era llameante.
Tuvo dos pasiones a lo largo y ancho de su vida. En primer y destacado lugar, la familia representada por su madre, de la que no se separó nunca.
En segundo lugar, el periodismo, que practicó con el estoicismo de los monjes benedictinos y el ardor de los visitantes, que acudían tanto a los salones literarios de Bernadette de Borbón-Condé. Como a los que dos siglos más tarde defendería, con la pasión de los ricos americanos en París, Gertrude Stein y su inseparable Alice B. Tocklas.
Antonio era un español atípico, un madrileño atípico, y tan español y madrileño como el chotis o el cocido. La canción que Jarcha convirtió en 1976 en un himno social y periodístico, Libertad sin ira, la asumió como propia. Defendía la libertad y no sabía de iras. Durante el franquismo militó en el PCE y siguió militando cuando Franco llevaba mucho tiempo muerto.
Capaz de trabajar con los 16 liberales que fundaron Cambio 16 y con los 61 (un guiño invertido al padre periodístico del que procedía) de la naciente socialdemocracia universitaria que se empeñó en convertir su hijo pequeño, Diario 16, en una referencia periodística, capaz de convertir el periodismo y los periódicos en mucho más que un almacén de noticias.
"La enfermedad lo ha derribado como derribó a Sijé sin un Hernández que convierta su presencia, ya lejana en el periodismo, en una elegía"
Era leído de verdad y capaz de doblarse ante los vendavales desatados desde el poder sobre la independencia de los medios de comunicación, sin romperse. Sin abandonar lo que creía que era justo y necesario para que España se convirtiera en Europa, en un trozo de Europa digno de trata de tú a tú con el resto de los países, y hasta conseguir que a nuestro país le trataran de usted en París, en Londres y en el poderoso y acuciante Washington.
Es fácil hablar de Ivorra o de Antoñito, así le he llamado siempre, sobre todo desde aquel agosto de 1976 en el que se presentó, junto a Fernando Jaúregui, para pedir que abandonara mi trabajo de entonces en una revista para encargarme un nuevo proyecto en el que estuvimos desde Rosa Montero o Javier Reverte hasta César Alonso de los Ríos o Antonio Casado.
Lo hice para, tras unos meses de naufragio anunciado, juntarnos en la redacción de Diario 16. Antonio se encargaba de los temas laborales a medio camino entre las Comisiones Obreras de Marcelino Camacho, en las que militaba, y la UGT de Nicolás Redondo. Tan dispuesto a trabajar con Juan Tomás de Salas (a quien tanto quería) como con Pedro J. Ramírez (al que tanto respetaba) cuando uno y otro se pusieron a dispararse tiros de papel prensa.
La enfermedad lo ha derribado como derribó a Ramón Sijé sin un Miguel Hernández que convierta su presencia, ya lejana en el periodismo, en una elegía. Con permiso de Ignacio Amestoy, que le cobijó en el mundo de las letras y el teatro, no encuentro mejor forma de despedirle que repetir los dos últimos versos que el poeta de Orihuela dedicó a su amigo, sintiendo que nuestro último encuentro se produjera de forma accidental en el barrio madrileño en el que siempre vivió: "que tenemos que hablar de muchas cosas / compañero del alma compañero".
Allí donde sea.