El tiempo perdido de Ruiz-Mateos: así es su colección de 300 relojes
Las antiguas oficinas de la empresa son hoy un museo donde se exhibe una colección del empresario.
19 julio, 2016 01:28Noticias relacionadas
En el Palacio del Tiempo no hay rastro de José María Ruiz Mateos. No hay fotos suyas, ni de sus hijos, ni placas que recuerden que esta mansión del siglo XIX albergó a su familia y sus negocios. Ubicado en La Atalaya, complejo con jardines y bodegas, fue su casa, su oficina y su capilla, un extra muy conveniente si alguien anhela ser noble. José María lo ansiaba, por eso compró 302 relojes y este palacio, donde no queda ni un aguijón de aquella especie invasora que fue Rumasa.
El Palacio del Tiempo, Jerez de la Frontera, España, podría ser el escenario de El ruido y la furia. No por el calor, ni porque William Faulkner pusiera a andar en su texto más de sesenta relojes, tampoco porque libro y palacio hablen de épocas que sólo parecían mejores. Lo que tienen en común novela y mansión es el tictac. En el libro de Faulkner es un agua subterránea que empapa cada capítulo y en el Palacio del Tiempo, un compás real que se oye en todas partes.
“Sujetar la imaginación”, perifraseó Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, en una de sus muchas homilías sobre la evanescencia del tiempo. La recomendación no caló en Ruiz Mateos, supernumerario de la orden y hombre inventivo, pero sí en quien diseñó el tour por el museo. Se conoce como el Palacio del Tiempo pero lo único que enseña son relojes. Si usted busca reflexiones o metáforas, mejor lleve algunas puestas. Y si no le apasionan los cronómetros, es recomendable que invoque a Julio Cortázar, lea sus Instrucciones para dar cuerda al reloj y se construya usted mismo un arranque electrizante: “Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo.”
Un infierno florido
Como el tiempo, más que lineal o circular, es un disparate, la visita no empieza hoy por el principio. Hay cámaras grabando un programa de televisión y por eso, la ruta no arranca en el hall, adornado con un bellísimo reloj-farol de Losada, sino por las Salas Azul, Oro y Púrpura. “En la relojería francesa prima el adorno”, dice la guía a los dos únicos visitantes que la acompañan y a quienes invita a hacer fotos con una abulia también monocorde.
“Piensa en esto”, murmuraría Cortázar, “cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire". Aquí hay tres centenares dando los cuartos, las medias y las horas. Y el tictac inexorable. En las estanterías de madera, puestos en fila, bien iluminados, limpios y en hora, se ven muchos esqueletos. “Esqueleto es el reloj al que se le ven la maquinaria”, cuenta la anfitriona. Están, como todos, repletos de artificio pero como no lo esconden, dicen que son transparentes: el mejor escondite siempre fue la luz del día.
En el Palacio del Tiempo todos los relojes hablan. Y todos dicen lo mismo. Porque Bach suena de fondo pero no hay forma de oírlo
En la Sala Verde o de los Ingleses, abundan los brackets, medidores más sobrios que los franceses, con las tripas escondida tras sólidas estructuras. “Son más funcionales”, resume la cicerone. Han pasado unos minutos y el rumor de los cronógrafos ya resulta impertinente. Algunos tienen silenciador, pero no se usa. En el Palacio del Tiempo todos los relojes hablan. Y todos dicen lo mismo. Porque Bach suena de fondo pero no hay forma de oírlo.
Coleccionar estatus
José María Ruiz Mateos no consiguió sus relojes buscando y seleccionando: los adquirió a golpe de talonario y en dos subastas. He ahí la diferencia entre un coleccionista y un poseso. El primer lote, de 152 piezas, fue propiedad de la Condesa de Gavia, que lo donó a los capuchinos. El turista inglés no dice nada, esta periodista interroga y la guía responde con prudencia. “No se sabe cómo consiguió hacerse con ellos tan fácilmente pero sí se conoce su buena relación con los monjes". Y tirando de fe y cartera, creó la segunda colección, la primera está en París, más importante de relojes de Europa.
“Padre decía que los relojes asesinan el tiempo”, escribió Faulkner. Pero José María, más aficionado a leer vidas de santos que obras de mortales pecadores no adquirió 302 tictacs para ganar tiempo, tampoco para matarlo. Lo hizo para acumular estatus, ese disfraz invisible que aportan ciertos objetos.
“También coleccionó bastones, otro símbolo de buena posición social”, cuenta la guía señalando los báculos colgados tras un cristal. Esos cayados de marfil, carey o plata fueron apoyos que se compró para que lo aceptaran. Porque el hijo de un alcalde de Rota que prosperó en los negocios nunca fue uno más entre los señoritos de Jerez, que hablaban inglés, maceraban sherry y pagaban reformas a las iglesias. Todo eso, y casar a sus hijos e hijas con algunos de ellos, hizo José María para asemejárseles. Pero nunca fue uno de ellos.
Un disfraz caro y pomposo
En el Taller del Relojero habla un holograma. Es un artesano como los que tenían en plantilla los palacios. El museo dejó de tenerlo cuando en 2008, la Fundación Andrés Ribera, gestora de La Atalaya, empezó a no pagar a los empleados. El espectro habla con voz de abuelo sabio pero de su boca hecha con láser no salen áncoras, ni ruedas de escape, ni péndulos, tampoco volantes.
La cháchara del muñeco se reproduce en un bucle interminable. La guía se aparta, quién sabe si porque teme que ese viejo hecho de luz la sustituya. El holograma ya está amortizado, si ella cobró su salario, no se sabe. La tecnología también puede ser un disfraz caro y pomposo.
¿Qué habría sido de España sin el condenado dueño de Rumasa? ¿Y sin el ministro que lo dejó al descubierto? ¿Y sin aquella beautiful people de los ochenta que resultó ser más fea de lo que parecía?
Las máscaras de Ruiz Mateos fueron variadas. En 1982, pudo usar en España una adquirida en la República de San Marino: el título de Marques de Olivara. Ya tenía relojes, bastones, empresas y un título nobiliario. Pero siete meses después de que su distinción se publicara en el BOE, el Consejo de Ministros expropió Rumasa por orden de Miguel Boyer.
Cuché y Nobel
El nombre del entonces Ministro de Economía y Hacienda no lo cita la guía, que apenas dice un par de veces “Ruiz Mateos". Un cambio nimio en la Historia, cambia el curso entero de la misma. No lo dice Faulkner, ni Cortázar, lo dicen en el Ministerio del Tiempo. ¿Qué habría sido de España sin el condenado dueño de Rumasa? ¿Y sin el ministro que lo dejó al descubierto? ¿Y sin aquella beautiful people de los ochenta y noventa que resultó ser más fea de lo que parecía?
Sólo los relojes permanecen intactos. Los que fueron de Ruiz Mateos descansan en La Atalaya y los de Boyer, en la mansión que compartió con Isabel Preysler, también ilesa, donde hoy vive Mario Vargas Llosa. Esos artilugios, que arreglaba el mismo relojero del rey Juan Carlos, trabajan ahora para una reina del cuché y un Nobel de Literatura, extras que en el siglo XXI lucen más que un título o una capilla.
Al salir, los jardines de La Atalaya adornan con petirrojos, tórtolas y clorofila el entorno del palacio. Ya no hay tictacs y el alivio que produce desprenderse de ese sonido idéntico y muerto lo dejó explicado Faulkner: “Sólo al detenerse el reloj vuelve el tiempo a la vida.”