Junto al Paseo del Prado regado de banderas, tanques, cabras y cazas, el Museo del Prado. Junto a la presencia de la violencia, el refugio en la intimidad de la razón que hace de lo externo, lo extraño. Y después de una hora de cola con lluvia para entrar en el sueño de la razón, los monstruos: matanzas, guerras, heridas, decapitaciones, desgarros, lágrimas, empalamientos, traiciones, castigos y torturas. Huir de las Fuerzas Armadas y refugiarse en el arte no garantiza la paz ni el confort, porque uno sale del museo ensangrentado.
La complacencia no prima en un museo, porque no son quirófanos, aunque operan de tal manera que cuesta reconocerse al salir (herido)
“Todos los acontecimientos son bellos porque expropian al yo”, dice el filósofo Byung-Chul Han (Seúl, Corea del Sur, 1959). El primero de ellos es El rapto de Helena, de Tintoretto, antes conocido como episodio de la batalla entre turcos y cristianos, que salta al encuentro con una escena violenta por su movimiento y la protagonista en primer plano, pero caída en escorzo en la esquina izquierda. Helena casi se sale del marco y hasta su escote descubre la agitación del momento.
Hay que descubrir los muertos, no hay ni gota de sangre, pero están las espadas, las lanzas y el arco, los caballos y los escudos. Es pudoroso aunque uno no halla el consuelo al que acude cuando afuera se pone todo de color caqui. Tintoretto ha pintado el instante decisivo del combate, el instante antes de la debacle. Lo bello, según Rilke en Elegía de Duino, “no es más que ese comienzo de lo terrible que todavía llegamos a soportar”. Lo bello es un segundo antes de la sangre.
Cautivos y desarmados
Rilke no habría visto la belleza ante La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol, porque Goya ha hecho apuñalar a uno de los mercenarios egipcios a las órdenes de los franceses, que cuelga de su caballo mientras el madrileño le está acuchillando sin parar. La negación de lo terrible es la capa profunda de lo bello… y la sangre cae a borbotones sobre la casaca, la arena del suelo se confunde con los charcos rojos y Goya desatado ha dejado pasar el instante del pudor, y de la belleza, porque prefiere el salvajismo de la carga y la animalidad del enfrentamiento a vida o muerte.
El museo libra de calarse en un día de lluvia, pero dónde se mete uno ante ese personaje con el cuello rebanado
No hay concesiones, no hay condiciones, sólo lo insoportable. No podemos defendernos de lo terrible: “Lo bello no es una imagen, sino un escudo”. No parece importarle, quiere herir al que mira, salpicarle. Ahora reprochamos estas escenas por sensacionalistas, porque se teme al conflicto, a lo que hiere, a la duda y a lo extraño. “La cultura es consenso”, decimos para neutralizarla con un litro de lejía verbal. Así creemos volverla aséptica, pero ¿cuándo lo fue el arte?
La complacencia no prima en un museo, porque no son quirófanos, aunque operan de tal manera que cuesta reconocerse al salir (herido). El museo libra de calarse en un día de lluvia, pero dónde se mete uno ante ese personaje con el cuello rebanado, con la marca reciente de la hoja del cuchillo que acaba de segar una vida y el grito congelado, que Goya ha dejado en la parte inferior del lienzo. Qué hacer mientras un grupo de alemanes jubilados te ha rodeado y no puedes escapar de la imagen, que te agrede a pecho descubierto.
La visita al museo no es edificante y basta hacerla con niños para comprobar cómo se encojen frente al Saturno Rubens. O todas esas trampas que descubren en los bajos fondos de las grandes pinturas de historia, donde los artistas juegan a colar las codas dramáticas en esas partes fuera del eje de acción y de atención. El degollado de Goya, la mano y el sombrero de copa en El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert, o la escopeta tirada sobre el trigal, en La rendición de Bailén, de Casado del Alisal. En los cuadros bélicos, los suelos se llenan de intenciones.
En ese Bailén, Casado del Alisal prefiere a Velázquez antes que a Goya. Prefiere que lo bello repela lo terrible, no que se entregue a él. La escena es pacífica, tanto como La rendición de Breda, al evocar uno de los momentos cruciales de la entonces cercana guerra de la Independencia: la capitulación de las tropas francesas frente a las españolas, gracias a las maniobras del general Castaños que derrota a uno de los mejores estrategas de Napoleón. El pintor ha preferido dejar atrás la sangre y fijar la escena en el gesto afable del vencedor, respetuoso frente al vencido, para fijar las condiciones de la rendición.
El teatro de la guerra
Los guerrilleros del pueblo y los militares regulares observan. El escopetón sobre el campo sin segar muestra a la España campesina que ha dejado los aperos de labranza para agarrar las armas. El pintor lo subraya con un personaje secundario de perfil, que sostiene la bandera francesa hecha unos zorros y descubre sobre su cara las patillas más feroces de la historia de la pintura.
Afuera sigue la parada militar, el gran teatro de las armas y la guerra. Adentro, lo mismo. La belleza emplazada entre el desastre y la depresión, entre la irrupción de lo inesperado y la vuelta a la normalidad. En la calle la normalidad se ha quebrantado como espectáculo, dentro Velázquez compone contra el quebrantamiento de lo bélico. Las lanzas. En estos momentos están rodeadas en la sala: a su izquierda un nutrido grupo de norteamericanos sexagenarios, a su derecha una nube de japoneses. La tensión geopolítica del museo abarrotado que celebra su gratuidad con el aforo completo.
Ha apoyado su mano derecha sobre el hombro de Justino de Nassau, que gira la cabeza y mira fuera del cuadro. Nos mira
El general Spínola ha girado la cabeza. El barullo de la sala se rompe con el rugido de los cazas que cruzan el Paseo del Prado. Silencio. Ha apoyado su mano derecha sobre el hombro de Justino de Nassau, que gira la cabeza y mira fuera del cuadro. Nos mira. El diálogo entre los enemigos se ha roto y el héroe militar que agarra su sombrero negro y el bastón de mando clava su acusación sobre nosotros.
El vencedor del asedio a Breda, al mando de 40.000 hombres por orden de Felipe IV, que escribió en los libros de historia una lección de estrategia militar, el genovés que quiso una capitulación honrosa para los derrotados, calzado con botas de piel y banda carmín que cruza la armadura pavonada con adornos de oro, ha roto el silencio: “Arrogantes. Cínicos. Soberbios. Orgullosos. No habéis aprendido nada y estáis demasiado muertos para vivir, demasiado vivos para morir. No tenéis remedio, ni escapatoria”.