El arte que se resiste y se reivindica, el que se mira y llama la atención sobre sus propios logros. El arte que se niega a desaparecer, aunque -ojo a la terrible paradoja- todos los grandes artistas hayan declarado que el arte sea hacer olvidar el oficio. Es decir, desaparecer. El buen arte es el que borra sus huellas, las del fruto el esfuerzo. Cuanto más invisible, mejor. El buen trabajo es el que no existe, el que no interrumpe la comunicación con el que mira. Eso no es Metapintura. Un viaje a la idea del arte en España, la nueva exposición temporal del Museo Nacional del Prado, sin duda, el acontecimiento más importante programado por la pinacoteca en 2016, junto con la exposición de Clara Peeters.
Metapintura es posiblemente uno de los peores títulos imaginados para dar a conocer una versión que la Historia del Arte tiene de la Historia del Arte. El prefijo hace referencia al reflejo, a toda la creación que en vez de ser ventana, es espejo. Esa es la metáfora que utiliza el sabio Javier Portús, comisario de la extraordinaria muestra, para dar a conocer sus pretensiones. Porque ésta no deja de ser su visión, su autorretrato como historiador a partir de los fondos del museo.
Por su intención, por su atención y por su rigor es una exposición que se sitúa en el planeta opuesto a los récords de taquilla y el reclamo de la masa. Imaginen dos novelas, una se titula El Bosco, la otra Metapintura. La primera es un best seller rotundo, confeccionado para el pelotazo, con un contenido previsible y de fácil digestión. Apetecible para todos los públicos, aunque no lean. La segunda novela es una revisión del género mismo, que hace las delicias de los amantes de la lectura y hace vibrar la inteligencia del lector. También es muy apetecible, aunque requiere más interés para seguir el rastro de lo que su autor, en realidad, quiere contar.
Exposición 'antisistema'
En este caso, Metapintura, su autor ofrece un relato que parte del arte que se pliega a los fines (la propaganda católica) y concluye en el arte que se rebela (el genio indomable). Del artista útil, al artista antisistema, en un estricto orden cronológico que camina desde el Renacimiento hasta la creación del Prado, en 1819. Portús abre con el arte al servicio de la fe y cierra con el arte al servicio de la fe laica: de una imagen de Zurbarán de Cristo crucificado contemplado por un pintor (1650) a Rotonda del Museo del Prado, de Pedro Kunts y Valentini (1833).
¿Por qué “en España”? La muestra se nutre, por un lado, de las colecciones reales, que es de donde proceden la mayor parte de los fondos del museo. Y por otro, el arte español, para lo que cuando el museo es insuficiente se acude a peticiones a otras instituciones. El resultado es insólito, a pesar de los tiempos que corren en el gasto de las muestras, sólo 22 obras prestadas de las 137 que componen el recorrido. De ellas, 52 son de sala y 20 de almacén.
Es una exposición divertida, porque desenmascara los gestos ocultos, escondidos entre el asombro y el aplauso, como ocurre el autorretrato que Tiziano cuela en el Entierro de Cristo. El arte se mira el ombligo, incapaz de dejar pasar la oportunidad de que su ego forme parte de la leyenda. Pintores haciendo cameos en escenas bíblicas y mitológicas, amigos de unos representando papeles sagrados (Agapito Vallmitjana talla la cara de Eduardo Rosales sobre mármol para ponerle rostro a Cristo) y que muestran la consideración social del artista.
En 1628, Rubens amplía una Adoración de los Magos que había hecho dos décadas antes e incluir su autorretrato en un extremo, vestido de caballero, portando espada y mostrando una cadena de oro al cuello, “que era un típico regalo de los poderosos a sus súbditos”. Este detalle pone en evidencia el estima que se tiene el propio pintor, pero también de la admiración del rey de España. “El cuadro es un eslabón de la cadena de obras que vinculan explícitamente a los reyes de España con sus pintores”, cuenta Portús, que añade el Autorretrato de Tiziano y las Meninas de Velázquez. O La familia de Carlos IV, de Goya.
A partir del Siglo de Oro en adelante, el artista da un paso adelante y hace su rostro público para desvelar susingularidad. Dejar de ser invisible para ser independiente. El reconocimiento y la reivindicación del pintor como artífice, capaz de colarse en la intimidad del poder. Si el arte puede hacer historia, quiere su parte.
Orgullo e ira
“Goya constituye el ejemplo más importante de explosión de referencias al yo”, explica el comisario. “Fue el primer pintor español que dio visibilidad a esa caracterización tópica del artista y de la actividad creativa como fenómenos irremediablemente conflictivos y ansiosos. Si durante el siglo XVII la idea de “arte” se incorpora al contenido de algunas piezas, con Goya es el concepto de “artista en cuanto ser subjetivo, el que irrumpe”, añade. Es el cuarto protagonista de la muestra, junto a Zurbarán, Velázquez y Rubens.
El arte que encierra el arte tiene una parada especial en las Hilanderas, incluida en la muestra junto a los dibujos preparatorios de Palas y Aracne, de Rubens, la obra que protagoniza el fondo del cuadro de Velázquez. La pintura que dialoga con la pintura.
¿Qué lugar ocupa el arte dentro del arte? Esa es la respuesta que Portús resuelve en 15 capítulos, que hablan de la relación del arte con la sociedad, de los poderes atribuidos a la imagen religiosa, del intento de los artistas por romper con el marco pictórico, de la necesidad de la fama y de la conquista, durante dos siglos, de un terreno que pertenecía al arte, pero no tenía cabida. Del orgullo a la ira.