Hay una filosofía vital que se condensa en un "Sorpréndeme". Es la respuesta que Serguéi Diáguilev le dio a Jean Cocteau cuando éste le preguntó qué había que hacer para poder colaborar con él. Con esa máxima vivió el fotógrafo Philippe Halsman (1906-1979) toda su vida, desde que asomó la cabeza al mundo en Letonia hasta que viajó a París y luego a Estados Unidos para parir decenas de imágenes icónicas que patalean en el imaginario popular.
Son más de 300 fotografías -algunas de ellas, inéditas- expuestas en Caixaforum y comisariadas por Anne Lacoste. Irene Halsman, su hija, dice que "antes de Photoshop, estaba Philippe": era capaz de echar guijarros en un vaso de leche para hacer que explotase en la cara de Dalí, en un fotomontaje surrealista y perturbador. La obra se llama En efecto, me entrego personalmente a las explosiones atómicas: también ese título dice mucho de esos dos genios -uno de la fotografía y otro de la pintura- que se daban juego mutuamente y engordaban su leyenda.
Tratar de crear una imagen que no existe salvo en la imaginación de uno mismo es un juego emocionante, que disfruto especialmente cuando es con Salvador Dalí
"Mi padre hizo un libro gracioso sobre el bigote de Dalí -que, para él, era el símbolo de su imaginación-. ¿Cómo nadie lo ha hecho sobre la oreja de Van Gogh o la nariz de Rembrandt, decía?", sonríe su heredera. "Ese tomo está todo hecho de preguntas y respuestas. De la respuesta a la pregunta '¿tú perteneces a esta era, Dalí, a este siglo atómico?' surge el nombre de esa fotografía".
El amor -si quiere llamarse así- entre Salvador Dalí y Philippe Halsman nació de una empatía intelectual: ambos habían sido niños criados en la Europa de principios del siglo XX, amaban París, bebían libros, comían psicoanálisis, vivían en el desvarío multilingüístico, eran irónicos, mordaces, extrañamente cómicos y habían huido de la guerra en 1940 para hacer de Estados Unidos su residencia.
La evasiva realidad y la imaginación
"Para mí, la fotografía puede ser algo muy serio o una manera de divertirse. Tratar de capturar la evasiva realidad con una cámara puede ser a menudo un esfuerzo frustrante", dijo el fotógrafo.
"Por otra parte, tratar de crear una imagen que no existe salvo en la imaginación de uno mismo es un juego emocionante, que disfruto especialmente cuando es con Salvador Dalí". Dos simbolistas irreverentes que se absorbían el talento mutuamente: uno era un fotógrafo profesional especializado en retrato y publicidad y otro era un artista que cincelaba su propia imagen a la perfección para autopromocionarse. Tal para cual. "Como dos centinelas erguidos, mi bigote custodia la entrada a mi verdadero yo": Dalí le daba la materia prima, Philippe la capturaba.
Dice Irene Halsman que si su padre tenía un don, ese era el de captar la "esencia" de las personas. Con Marilyn Monroe le pasó. En las tres ocasiones en las que la fotografió. "Siempre decía que lo que más le impresionaba de ella era su complejo de inferioridad, frente a lo que le impresionaba a todo el mundo: su poder de seducción". Su ideario estético se basaba en reglas sencillas: posa como si estuvieses bebiendo el mejor vino del mundo, coloca los labios como si estuvieses besando al amante más maravilloso, ríe como si hubieses escuchado el mejor chiste del mundo y siente miedo como si tuvieses enfrente al más temible monstruo.
"Mi padre fotografió a Marilyn casi llorando. Fue un día con mucha tensión, en el que llegó tardísimo, como siempre hacía, al estudio de fotografía. Siempre estaba arreglándose, cuidándose el pelo, mirando su maquillaje. Recuerdo que la secretaria de mi padre nos contó que una vez llegó sin maquillaje y le dijo: 'espera, que tengo que convertirme en Marilyn". Halsman lo sabía y quería a las dos. La quería desdoblada: no desdeñaba a Norma Jean.
Hay algo atemporal en sus fotos. Un gesto, una pupila, un no sé qué inalterable, impermeable a las modas. Y eso que firmó más de cien portadas de la revista Life. Vio las entrañas de Churchill. De Einstein -con cara tristona y bigote mustio de perro pachón-. De Audrey Hepburn. La inmortalizó con su nariz de botón y sus ojos inocentes, brazos arriba, enganchada a un olivo con su suéter negro. Retrató a Alfred Hitchcock para la promoción de la película Los pájaros (1962).
En la década de 1950, inventó algo llamado jumpology, una nueva forma de "retrato psicológico". El fotógrafo lo consideró "una herramienta científica al servicio de la psicología". Su interpretación era que el acto de saltar desinhibía a los modelos, a quienes, concentrados en el salto, "se les caía la máscara". Todo eso cristalizó en El libro de saltos de Philippe Halsman, en el que aparecían más de 170 retratos espontáneos de famosos saltando. Ahí estaba su único foco: vivir en la voltereta.