Fue retratado mil veces en su estudio y mitificado como un héroe en aquel cuchitril de 20 metros donde entraba un universo paralelo y polvoriento. Tan atractivo como Samuel Beckett, tan anárquico como Jean Genet y en las antípodas de Pablo Picasso. Fue un nihilista sin miedo a perder, veía en el fracaso a su mejor amigo y en el triunfo, la muerte. O algo peor: “Por eso sigo trabajando sin tregua, incluso cuando no existe otra esperanza que fracasar”. Alberto Giacometti convivió con lo inevitable toda su vida.
Muchos periodistas, escritores, artistas, fotógrafos y críticos de arte se acercaron a él. Uno de ellos, el escritor norteamericano James Lord conoció al escultor suizo en febrero de 1952 y mantuvieron una estrecha amistad hasta la muerte del artista, 14 años después. Lord, un joven burgués menor de 30 años que jamás cumplió con su sueño de ser novelista, frecuentó el círculo de Montparnasse tras la Segunda Guerra Mundial, donde conoció a Gertrude Stein, Dora Maar, André Gide, Jean Cocteau, y escribió semblanzas de muchos de sus amigos.
De Giacometti escribió varios libros. Primero, una biografía y, luego, una autobiografía protagonizada por Alberto, su hermano Diego y Colette. “Su atractivo era poderosísimo, y desde el primer momento tuve la fuerte intuición de que era un gran artista”, insiste Lord en la idea de presentarse como sagaz descubridor de un talento que, según el narrador, no veía nadie para entonces. El norteamericano cuenta su relación con ellos tres y las tormentas que ellos tenían entre sí, al tiempo que se cubre con el brillo del maestro aprovechando su paso por el famoso estudio de la Rue Hippolyte-Maindron. “Dicho mal y pronto, un antro”.
Un dios
Estos recuerdos íntimos, en los que él aparece como el albacea de la memoria de los Giacometti, los pasa a limpio cuatro décadas después de su relación y los titula Los hermanos Giacometti (ahora traducida por Clara Pastor y publicada por Elba). “A lo largo de mi vida, he visitado a infinidad de artistas en sus estudios, pero ninguno puede compararse con el carácter pintoresco, humilde y anárquico, y sin embargo hondamente espiritual, del taller de Giacometti”, escribe. Ensalza la imagen del creador en contraposición a la referencia mundial de aquellos años, Pablo Picasso, a quien le reserva los peores recuerdos: “En su presencia [la de Giacometti], uno no tiene la menor duda de estar frente a un gran hombre. Comparado con él, Picasso es un milagroso embaucador”.
“Decía que a Picasso deberían meterle en la cárcel. Cuando le conté que tenía dos retratos míos dibujados por él, la respuesta de Giacometti fue que eso debería bastarme para comprender por qué era un peligro público”, recuerda Lord de sus conversaciones con el escultor. Alberto se mostró crítico con el malagueño hasta el final, a pesar de que en su día fueron amigos. “Pero si bien tendía a menospreciar la obra de sus contemporáneos, la crítica más severa iba siempre dirigida a sus propios esfuerzos”. Vemos a Giacometti exclamar que su empeño es inútil, que no hay esperanza en realizar jamás algo aceptable y “que más valdría ponerse a barrer las calles”.
Trabajaba siempre de pie o encaramado al borde de un taburete alto. Era un hombre bajo, fornido, con el pelo alborotado, “el rostro surcado de arrugas profundas, ojos oscuros”, “vestido con ropa no demasiado limpia” y unas manos enormes. Manos de gigante capaces de hilar cuerpos como sombras. Mientras pellizcaba aquellas figuras estrechas y alargadas hablaba de la desesperación que sentía al ver que jamás lograría nada que mereciera la pena “y al mismo tiempo la euforia de la desesperación”.
El escultor de manos de oso con habilidad de orfebre, bebía exigencia y se alimentaba de frustración: “Lo que me impresionó fue su forma de hablar de su trabajo y de su relación con él, como si hablara de algo que no tuviera que ver personalmente con él. Esto eliminaba cualquier rastro de prepotencia”, escribe Lord.
El fracaso es un éxito
“Yo trabajo en esta escultura con los ojos abiertos, pero estoy ciego a su origen. Es decir, estoy tratando de mostrar lo que veo cuando tengo la figura de una mujer frente a mí sin que la figura de la mujer esté frente a mí. Es imposible, pero existe una remota posibilidad. Por eso sigo trabajando sin tregua, incluso cuando no existe otra esperanza que fracasar -volvió a reírse y encendió otro cigarrillo, aunque el anterior seguía humeando en el borde del pie de la escultura-. El fracaso es mi mejor amigo”, recoge Lord en uno de los mejores diálogos con el artista.
“Eres escritor, de modo que tu destino es escribir. Una situación sin remedio posible, como la mía. Ahí tienes tu artículo: el artista es un charlatán sin remedio. Puedes decir que lo dije yo”
Las mejores páginas de este libro son las entradas del diario del joven Lord, que su propio autor recupera ya anciano, en las que se descubre la impactante revelación: “Giacometti estaba trabajando en una figura femenina de barro de unos sesenta centímetros de alto. Se dio la vuelta y me miró, alargándome una mano cubierta de barro, de modo que opté por estrecharle la muñeca, entendiendo que eso era lo que esperaba. Después retomó inmediatamente su trabajo, recorriendo la figura con los dedos de arriba abajo, pellizcando y excavando la superficie del barro con tanta ferocidad que de vez en cuando algunos grumos se desprendían de ella y caían al suelo, mientras daba rítmicas caladas al cigarrillo que tenía apoyado en el borde de la base de la escultura”.
El retrato que dibuja Lord, cegado por la admiración, es el de un hombre “libre como la brisa”. El sexo y el dinero no le ponían nervioso y Alberto estaba siempre dispuesto a hablar de lo que hacía en la cama con quien fuera. Sin rubor ni pudor. Recomendaba a Colette, su pareja, que se buscara amantes. “Había algo casi abstracto en la insistencia de Alberto por subrayar su admiración por las prostitutas, su respeto por la sencillez y la fácil satisfacción que obtenía gracias a su generosidad. Llevaba décadas reiterando todo esto y, sin embargo, ninguno de los amigos de Alberto vimos jamás una prostituta en el estudio”. Alberto dibujó una y otra vez a Caroline, la prostituta que circulaba con un descapotable rojo, regalo de un admirador, y la hizo inmortal.