Un año antes de morir, Luis Buñuel reunió toda su vida en un libro de memorias que selló con un título definitivo y descorazonador: Mi último suspiro (Random House Mondadori, 1982). En su primer capítulo, el cineasta escribe:
“Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida. Una vida sin memoria no sería vida, como una inteligencia sin posibilidad de expresarse no sería inteligencia. Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella no somos nada”.
Apenas tres años antes, durante una conferencia en el Club Puyrredón de Mar de Plata en 1979, Jorge Luis Borges habla sobre el tiempo y la memoria: “La memoria es individual. Nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido (...) ¿Qué sería cada uno de nosotros sin su memoria? Es una memoria que en buena parte está hecha de ruido pero que es esencial”.
Nuestra vida se extiende hasta donde alcanza nuestra memoria. Rigurosamente. Escrupulosamente. Haber vivido algo y no recordarlo es como no haberlo vivido en absoluto
Nuestra vida se extiende hasta donde alcanza nuestra memoria. Rigurosamente. Escrupulosamente. Haber vivido algo y no recordarlo es como no haberlo vivido en absoluto. A fin de cuentas, somos lo que somos capaces de recordar. Sin embargo, a esta idea fundamental, reflejada en la reflexión de ambos autores, se podría añadir un matiz aledaño: somos nuestra memoria, pero también somos la memoria de los demás.
Memoria como supervivencia
Yo soy todo lo que recuerdo de mí mismo —el accidente en moto; los jueves por la noche en la universidad; aquellas vacaciones en Cullera—, pero soy también lo que los demás recuerdan de mí. Hay un proverbio que dice que nadie muere del todo mientras sea recordado. O, formulado de otro modo, sólo muere aquello que se olvida. Yo no recuerdo a mi bisabuelo. Apenas conozco su nombre completo. De mi tatarabuelo y su historia no queda ya nada. Para el mundo, tal vez, ni siquiera existió. La permanencia en la memoria de los demás es, en cierto sentido, una forma de sobrevivirse a uno mismo. De no desaparecer. Esa es la razón por la que, de un modo u otro, todo el mundo desea dejar constancia de su existencia. Se produjese ésta cuando se produjese.
La permanencia en la memoria de los demás es, en cierto sentido, una forma de sobrevivirse a uno mismo. De no desaparecer
Y por eso, desde el principio de los tiempos, algo nos mueve a dejar nuestra identidad estampada en un muro. Porque no queremos que el mundo nos olvide. Y todavía continuamos haciéndolo. En el fondo, un grafiti no es más que otra página doblada en el cuaderno de bitácora de la historia. Hay muchos motivos para plantarse frente a una pared y marcarla con una frase, un nombre o una imagen.
Rebeldía. Expresión artística. Vandalismo. Pero el principal es dejar algo ahí para la posteridad. Dejarte a ti mismo ahí para la posteridad. Diga lo que diga, sea lo que sea, simbolice lo que simbolice, lo que realmente pone siempre en esa pared es “yo estuve aquí”. Y que lo sepa ese tipo que pasará por delante dentro de un mes. Y dentro de un año. Y dentro de ochenta.
Rebeldía. Expresión artística. Vandalismo. Pero el principal es dejar algo ahí para la posteridad. Dejarte a ti mismo ahí para la posteridad
Desde hace más de siglo y medio, en uno de los cuarteles del escudo central de la fachada del edificio de las Escuelas Mayores de la Universidad de Salamanca, se puede leer la inscripción “ESPEDICION DE 1853”. Se sabe -porque así consta en el archivo de la Academia de Bellas Artes de San Fernando- que, en mayo de ese mismo año, el arquitecto, catedrático de Historia del Arte y director de la Escuela de Arquitectos Francisco Jareño y Alarcón visitó Salamanca con algunos de sus alumnos para tomar apuntes y realizar dibujos de algunas de las edificaciones más notables de la ciudad. Por lo visto, en algún momento de la expedición, y elevado sobre una plataforma, uno de ellos decidió rayar la piedra para dejar prueba de su estancia en la ciudad. Y allí ha quedado para siempre.
Firmar para existir
En el fondo, esa inscripción en la pared no es más que una firma. Como cualquier otra inscripción en cualquier otra pared. La respuesta del ser humano a la necesidad de dejar en alguna parte su huella. Sea erosionando la piedra, sea pintando un muro con un espray. De un modo u otro, son sólo diferentes formas de firmar. Una más rudimentaria y otra más elaborada, pero responden al mismo objetivo: que alguien se acuerde de nosotros. Pervivir en la memoria de los demás. No desparecer en lo más hondo de ese olvido del que, como indicaba Borges en su conferencia, está hecha en buena parte nuestra memoria.
Ahora, durante estos últimos días, los trabajos de restauración de la fachada, que han incluido el desmontaje de la cubierta de la sala de incunables, han revelado otra inscripción en un sillar del contrafuerte meridional. Un nombre propio. Un grabado que ha permitido conocer, al fin, la identidad de aquel alumno de 1853 que quiso hacerse inmortal en la Fachada Rica de la Universidad de Salamanca.
Hoy sabemos quién fue. Quién se encargó de que nadie se olvidase jamás de aquella expedición de futuros arquitectos a la ciudad de Salamanca. Se llamaba Nicomedes de Mendívil y estuvo allí. En 1853. Y seguramente para siempre.