Expresionismo abstracto: así acabaron la CIA y Rockefeller con el comunismo en Europa
El Guggenheim de Bilbao inaugura una exposición proveniente de la Royal Academy de Londres, con obras de 33 integrantes del fenómeno. Entre ellos, Pollock, Rothko, De Kooning o Franz Kline.
2 febrero, 2017 14:13Noticias relacionadas
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Desde el corazón de Manhattan se lanzó la mayor operación de humanidad de la historia del arte. Se temía que la naturaleza humana estuviera cambiando por efecto de acciones del propio ser humano que habían escapado a su control. Tras la Segunda Guerra Mundial, la humanidad entendió que había sido víctima de sí misma cuando Hitler trató de redefinir la naturaleza humana desde Europa. En medio de la reconstrucción de la hecatombe, los artistas neoyorquinos decidieron reivindicar su libertad e individualismo y Nelson Rockefeller inaugurar el Plan Marshall de la cultura, con el MoMA como máquina de propaganda.
Se fundo la Agencia de Información de Estados Unidos (USIA) para controlar la imagen cultural del país en el extranjero. El Consejo Internacional (CI) pasó a controlar el MoMA, organismo controlado por Rockefeller -plenamente implicado en el modo en que EEUU se acercaba a Europa-, llevó a cabo una conquista del territorio a partir de la propaganda cultural. Al principio con discreción, pero avanzada la década de los años cincuenta, sin ningún pudor.
Aunque a los artistas hubieran deseado mantenerse políticamente neutrales, no estaba en su poder evitar tales usos de su arte
“Se destacó el carácter del arte norteamericano como producto de la libertad y la democracia frente al comunismo y la influencia de la Unión Soviética”, explica el historiador Jeremy Lewison. Aunque la mayoría de los artistas vinculados al fenómeno trataron de desligar su arte de la política (a pesar de que muchos de ellos pertenecían al Partido Comunista de los EEUU), su naturaleza artística tan apolítica hizo del expresionismo abstracto una herramienta política ideal.
El fenómeno emergió como redención de la libertad y el riesgo, emblemas del nuevo mundo libre que iba a devolver a la vida a la Europa arrasada. “Aunque a los artistas hubieran deseado mantenerse políticamente neutrales, no estaba en su poder evitar tales usos de su arte”.
Refundar el ser humano
Eran jóvenes, apasionados, agresivos, no sólo querían refundar al ser humano, sino acabar con la vieja pintura y pasar de la pincelada corta a la brocha, de la represión de la consciencia a la autodeterminación de la inconsciencia, del caballete al suelo o la pared. Pintaban en estudios gigantes en el centro de Nueva York, sobre lienzos tan grandes que no podían ver de un vistazo cómo crecía la composición.
A finales de los años cuarenta, la población británica disfrutaba del jazz, la música pop, los chicles, el nailon y las películas de Hollywood, cuya importación superó la cuota que el Gobierno inglés había impuesto a los exhibidores. Las nuevas generaciones consideraban las películas norteamericanas emocionantes e inconformistas. Estimulantes. El acceso abierto a los mercados europeos impuesto por el Plan Marshall reforzó la sensación en Francia, Alemania e Italia de que EEUU estaba metido en todas partes, pero nadie, ninguna industria cinematográfica europea, fue capaz de sofocar la popularidad de los filmes de Hollywood.
A finales de los cincuenta, el MoMA empezó a mandar exposiciones a Europa. Pollock fue recibido como el adalid del arte de la liberación, condicionado por el temperamento violento de artistas capaces de acabar con la tradición europea. Aunque hubo resistencia: “Representan lo más sórdido de EEUU: sentimentalismo, histeria y una exuberancia descontrolada e indisciplinada”, escribió el crítico británico David Sylvester. En su opinión, la obra de Pollock, De Kooning y Gorky era poco original, expresivo en exceso y obsesionado consigo misma, y similar a la pintura informalista europea.
La foto de la victoria
Y en esas se publicó la foto de Pollock que derrotó definitivamente a la vieja pintura de caballete, fiel imagen de la Europa pasada. Hans Namuth retrató al pintor, agachado junto a Ritmo de otoño: número 30 (1950). Aquella instantánea debió impresionar a los lectores de Life: el artista aparecía con vaqueros, fumando, pintando con un bote de pintura comercial, rodeado de salpicaduras y concentrado en crear el cuadro tendido en el suelo.
“Era una imagen muy distinta de las fotografías de artistas europeos: sin caballete y sin atisbo de sutileza, ironía o timidez, sino sólo intensidad, aislamiento, desenfreno y ensimismamiento absoluto. Con aquellas imágenes, Jackson Pollock fue haciéndose cada vez más presente para el público europeo”.
El icono había conquistado los medios de comunicación de masas. A pesar de las iras antiamericanas desde la crítica de extrema izquierda y extrema derecha, la popularidad de estos pintores era imparable. EEUU salía victorioso de la primera gran guerra cultural de la edad contemporánea: representaban el lenguaje existencial no figurativo, bajo una actitud inconformista, intransigente, irascible, auténtica y en total libertad. Imbatibles.
Sin contexto
Este contexto político y social ha sido eliminado de la muestra que ahora inaugura el Museo Guggenheim de Bilbao, patrocinada por la Fundación BBVA y coproducida con la Royal Academy de Londres, y que permanecerá abierta hasta primeros de junio. Los comisarios David Anfam, Edith Devaney y Lucía Agirre son los responsables de un recorrido abrumado por el valor mismo de las obras reunidas. La impresionante sala dedicada a Clyfford Still es un buen ejemplo de cómo el brillo de las joyas concentradas ciega el contexto de la creación artística. Sin referencias al contexto social e individual de la obra, todo queda reducido a una ambiciosa colección (más de 130 pinturas, dibujos, esculturas y fotografías) de cromos verdaderamente impactantes.
Lo más interesante en la guerra por explorar los paisajes íntimos que puso en acción cada uno de estos artistas es el infinito repertorio de actitudes, múltiples como las pinceladas que se cruzan, retuercen y agreden sobre los lienzos. Franz Kline, en Réquiem (1958), hace colisionar el blanco y negro en sus brochazos dinámicos, vertiginosos, violentos y nocturnos. Mark Rothko, en Sin título (1960), hace del azul, el rojo y el negro un reflejo de su tragedia, un autorretrato asfixiante de su éxtasis y su fatalidad.
Clyfford Still también vive encerrado en un claustro humano, pero en su caso la batalla fatal es entre la luz y la oscuridad, como ocurre en PH-247 (1951). En Ulises (1952), Barnett Newman muestra la contenida inmensidad del azul. En Number 4 (1949), Jackson Pollock despliega toda su vehemencia iracunda y Joan Mitchell homenajea a Monet en Salut Tom (1979). La expresión de seres ilimitados, con horizontes oscuros y brillantes.