Academicista a regañadientes, vanguardista a la fuerza, Ramon Casas (Barcelona, 1866-1932) sobrevivió a una época tan tradicionalista como para criticar su relación con una vendedora de flores y de lotería. Júlia tenía 17 años, y el pintor, 39. Inconcebible en la restauración borbónica, amparada por la revolución industrial. Inconcebible incluso para quien ya había dado muestras de su insumisión a las normas asfixiantes de una sociedad que cambia de siglo, pero no avanza.
El pintor de la vida moderna corre demasiado para la vida antigua. Julia y Ramon se casan, como si necesitaran confirmar que ella y él eran uno, como si la mirada de ella no se hubiera clavado en él mucho antes de firmar el matrimonio. Ella posa arrogante, soberana, independiente, autónoma, atormentada, sensual, displicente, fuerte, valiente, delicada y obsesiva mucho antes del enlace. Ella sobre un fondo neutro de color verde, sin referencias a un entorno familiar, social o laboral. Ella por encima de todo. Ella lejos de los estereotipos y los tópicos, muy al margen de las exigencias y las apreturas convencionales.
Júlia, a los ojos de Ramon, no pertenece a nadie, no le importa ser deseada ni arruinar el punto de vista burgués. Al pintor tampoco, y la prueba está en las dos últimas salas de la extraordinaria exposición, inaugurada en Caixaforum de Madrid, titulada: Ramon Casas. La modernidad anhelada. La visión que Casas tiene de la mujer es doble: la hedonista y la cultivada. Pero ambas son testimonio de la emergencia de una mujer dueña de su vida, que se entrega al placer intelectual y al placer carnal. La escena que lo resume es Después del baile o Joven decadente (1899), en la que una mujer vestida de negro y tumbada sobre un sofá verde, de grandes almohadones, se muestra saciada por la lectura instantes antes de satisfacer su deseo sexual.
Casas no hace de la mujer un objeto, sino un sujeto que no necesita a nadie para formarse por sí misma, como representa en el increíble carboncillo La lectura (1900). Por eso no podemos estar más en desacuerdo con la versión que suscribe Dolores Jiménez-Blanco, en el catálogo de la exposición, donde asegura que Casas proyecta visión que perpetua y alimenta los estereotipos. Para la historiadora, que el pintor no se fijara en las trabajadoras -como tampoco hizo Sorolla-, prostitutas o campesinas prueba “una mirada típicamente masculina sobre el tema”. El pintor se ríe de todo lo que le rodea, mientras participa de ello.
Los tiempos ligeros
¿Qué es si no el tándem de Ramon Casas y Pere Romeu? Un enorme lienzo hecho para decorar la cervecería de Els Quatre Gats, que acaba convirtiéndose en icono de la belleza circunstancial y la eterna frivolidad. La ciudad, al fondo, apenas es una línea que observa el disfraz de los tiempos ligeros. La pipa de Ramon escupe humo hacia adelante, como si los amigos caminaran marcha atrás.
A Ramon Casas sólo le interesa ironizar sobre la pose de la clase burguesa, las fiestas y sus disfraces, sus contradicciones y parodias, sus lujos y miserias, sus costumbres y paisajes. La burbuja sin fuerza de una vida sin preocupaciones. Que Casas no encuentre interés, ni clientes, en la clase trabajadora, no prueba esa supuesta una visión convencional de la mujer. Sus protagonistas y composiciones anteceden a la vanguardia radical de la siguiente generación.
La exposición ilumina la maestría del artista de pincelada suelta y línea nítida; despegado de la realidad como para construirla en machas cuando paisajea; de encuadres a la francesa, sin llegar a la caricia impresionista; la sátira autobiográfica que le aleja del naturalismo. Ramon Casas es una rara avis, a medio camino entre los antiguos y los modernos, entre el academicismo, el naturalismo y la denuncia, dueño de una paleta rica en vacío y gesto.