Bienvenidos a España, donde las alarmas no saltan cuando una vecina inconsciente se atreve a restaurar con sus óleos la imagen de un Ecce Homo. País de olvidos y destierros, reino de la viralidad en el que las tragedias se hacen chistes si la picardía saca rentabilidad al estropicio. El segundo país con más Patrimonio Mundial, según la Unesco, y tercero que menos lo cuida, según el Fondo Mundial de Monumentos (WMF).
Y aquí, donde nadie se espanta al ver cómo el capital histórico tiene que ser rescatado por sus vecinos, los mismos que salen a apagar sus montes en llamas, hay un rincón protegido de la mediocridad, cuidado por los españoles, donde se trabaja en favor del conocimiento de sus ciudadanos con las herramientas y los recursos que estos les facilitan con los impuestos que los políticos deciden invertir en el Museo del Prado. Desde 2011 en peligroso recorte: de aquellos 21 millones de euros, hoy Rajoy ayuda al museo con apenas 14 millones de euros al año.
El equipo del departamento de restauración de la institución cultural más importante de este país, protagonizará, por primera vez, el programa científico más relevante del museo, la llamada Cátedra
El equipo del departamento de restauración de la institución cultural más importante de este país, protagonizará, por primera vez, el programa científico más relevante del museo, la llamada Cátedra. Tiziano y Goya acompañarán al equipo de Enrique Quintana, el coordinador jefe del taller, que difundirán sus actividades y labores durante los meses de octubre y noviembre.
Ciencia de la ilusión
La mayor enseñanza del grupo del Prado es que aquí, “cuando te enfrentas a una restauración, nunca estás sola”. Lo recordaba Almudena Sánchez, restauradora, entre tantos artistas, de Goya. En sus manos estuvo el hallazgo de La Gioconda. La restauración es una ciencia basada en la ilusión que combate contra la irremediable extinción de la materia, tratándola como si no fuera el objetivo último. Antes y durante el proceso de rehabilitación y conservación, tratan de comprender todo lo que está más allá del cuadro. Lo que no se ve. Para hacer desaparecer las heridas y transformar el lastre en lustre, los técnicos deben convierte en el pintor al que simulan.
A Enrique Quintana le gusta comparar la restauración con el oficio de los traductores de una novela, porque tienen que investigar para conocer el mundo del escritor sobre el que trabajan. “Si traduces a Dostoievski, no basta con hablar bien el ruso”. Tanto el traductor como el restaurador entran a manipular una obra ajena, es decir, deben dejar la obra con todo su potencial intacto. Por eso es tan importante el trabajo precio, “porque lo importante no es el traductor, sino el escritor”. Son oficios invisibles, cuya máxima aspiración es desaparecer. “No puedes engañar intentando hacerte pasar por el artista”, reconoce Almudena.
Especialistas sin huellas, que afinan el cuadro para facilitar la comunicación entre autor y espectador. Leen la obra, la interpretan, aprenden sus claves y se enfrentan a la intensidad variable del lienzo: “Cada centímetro del cuadro tiene una intensidad distinta”. Eso es lo importante para Quintana, que una obra vuelva a vibrar, que esté viva, que no sea plana. El restaurador libra con los matices de una superficie que no es lisa, empastes, brillos, relieves de materia, para eliminar todo lo que se interponga entre el que mira y lo pintado.
No son fregonas, son escritores
¿Cómo se descubre qué es lo que sobra? Dicen los especialistas del Prado que la única fórmula para sacar la ruina es ver y ver mucha pintura. No son manos diestras, no sólo. Trabajan desde el intelecto y la sensibilidad. No son fregonas que refrescan la cara sucia del cuadro, tal y como les tenían considerados hace años, otros tiempos. Otros directores. Ahora hay que verles como escritores que matizan su novela hasta la claridad más rotunda. Puntos suspensivos, dos puntos, puntos y comas, hasta liberar todos los matices de la expresión.
Cuando se accede al taller del Prado lo primero que llama la atención es el silencio. Luego, las pocas herramientas que necesitan para que el museo siga brillando, joven y eterno. Apenas cabe todo en una bandeja que descansa sobre una cajonera con ruedas. En ella colocan los tarros de vidrio, con el agua destilada, los disolventes orgánicos en líquido y gel y algodón. Pellizcan girones de éste y los enrollan en el hiospo con el que retiran la suciedad y los barnices agostados de la superficie del cuadro. Los hacen rodar con suavidad, como en una coreografía muda. Estamos en una cápsula del tiempo, en la que los expertos viajan al pasado para prolongar el futuro.
Cualquier cosa que hagas, incluso la menos importante e inofensiva, puede resultar peligroso. Con agua también puedes dañar una pintura… es tan fácil destruir la restauración
Delante de los tarros, un bosque de pinceles de todo tipo y tamaño. Limpios y aseados, no como los de un pintor. Y una humilde caja de acuarelas, con las que reparan las pérdidas. Nunca se utiliza el óleo, porque el trabajo del restaurador debe ser tan riguroso como volátil: el óleo no es reversible y es para el artista; las acuarelas son volubles, para el restaurador. “Cualquier cosa que hagas, incluso la menos importante e inofensiva, puede resultar peligroso. Con agua también puedes dañar una pintura… es tan fácil destruir la restauración”. La última ve que vimos en acción a Almudena devolvía a la vida La boda, de Goya.
¿En qué momento El Prado hace de sus especialistas restauradores una referencia internacional? La cadena del ADN y su reputación tienen un hito emblemático: la llegada en 1984 de John Brealey, el restaurador más prestigioso del Metropolitan Museum de Nueva York, para dirigir la limpieza de Las Meminas (1656), de Velázquez. Y algo más. Quintana estaba allí cuando el legado empezó a crecer, era más joven y restauraba más. Ahora está entregado a la coordinación de sus compañeros.
El maestro Brealey
Lo importante no fue el revuelo que se montó en la prensa porque venían de fuera a restaurar la quintaesencia de la españolidad: Brealey aportó otra mentalidad, curó los estigmas artesanales de los restauradores del Prado y les hizo ver que ellos no trabajaban sólo con las manos, sino que entraban en la obra con los cinco sentidos puestos en la pintura.
Con él, los restauradores del Prado aprendieron a leer las pinturas y a preguntarse por los guiños del autor. Por qué tenía esa pincelada, cómo funcionaba la luz sobre ese efecto, la nitidez de la perspectiva, los blancos plateados, la profundidad, es decir, la identidad plástica del artista. Algo de psicólogos también deben tener. Brealey no era un técnico, pero sabía leer pintura como nadie.
Con él, los restauradores del Prado aprendieron a leer las pinturas y a preguntarse por los guiños del autor. Por qué tenía esa pincelada, cómo funcionaba la luz sobre ese efecto, la nitidez de la perspectiva
Sin embargo, se le recordará por darle una estructura y sentido al departamento de restauración. No había nada: “Ni líneas de autoridad, ni de responsabilidad. Nadie estaba al cargo, nadie quería hacerse cargo de esa responsabilidad”, reconocía en una entrevista al The New York Times, que levantó ampollas. No titubeó al definir la situación con la que se encontró: “Era como intentar montar una buena cocina sin chef o tanto como exigirle a un cirujano que opere sin quirófano”.
Diez cuadros anuales, revividos
Parece increíble, pero los restauradores no tenían un lugar de trabajo. Lo hacían desperdigados por las salas del museo: ellos iban a los cuadros, no los cuadros a ellos. El entonces director, Alfonso Pérez Sánchez, llevó al norteamericano al palacio de Villahermosa y le dijo que, con la ampliación del Prado, ese sería el lugar donde se ubicaría el departamento de restauración. Lejos de cumplir con sus sueños, el palacio fue para la colección Thyssen, donde descansa desde entonces.
Al buen restaurador no se le nota, aunque cada uno de los que componen el equipo del Prado devuelve a la luz a unos diez cuadros por año
Han pasado más de 30 años desde aquella colaboración que enseñó a los restauradores el orgullo, la autonomía y la soberanía de sus tareas. La pintura nace para adornar paredes y, al envejecer, necesita los cuidados de los especialistas. Al buen restaurador no se le nota, aunque cada uno de los que componen el equipo del Prado devuelve a la luz a unos diez cuadros por año.
Restaurar con rigor requiere mucho más tiempo que crear con libertad. Otra diferencia entre ellos y los pintores. La propia Almudena Sánchez dedicó cuatro meses, entre octubre de 2011 y enero de 2012, a levantar los barnices oxidados y el repinte negro que cubrían el fondo de La Gioconda del Prado. “Pintar es crear y restaurar es recuperar”, así de claro.