Felipe III ya tiene marco y el Museo del Prado el Dorado. El descubrimiento inesperado de lo que se asegura es obra inédita de Diego Velázquez, rescatada de los fondos de una subasta inglesa hace 30 años, deslumbra en su nueva casa. El Prado es su nuevo marco. Aquí todo parece encajar en una pintura de la que no se tiene documentación ni pruebas que demuestren la autoría. Es un Velázquez por fe (científica).
Ha dejado la casa del experto norteamericano William B Jordan para entrar a vivir, “definitivamente”, en la Sala 12, la estancia capital que preside Las Meninas. Allí descansará a partir de noviembre, junto a las obras tempranas del artista en Madrid. Antes de ese paso El Prado arma la atribución del lienzo -boceto de la obra desaparecida en el incendio del Alcázar La expulsión de los moriscos- en una sala temporal (en la que luce el recién restaurado Felipe II ofreciendo al cielo al infante don Fernando, de Tiziano).
Lo ha rodeado de cuatro cuadros que demuestran que, uno, ninguno de los coetáneos de Velázquez estaba capacitado para hacer algo así y, dos, que el retrato tiene vínculos evidentes con el resto de la obra del pintor sevillano. Ahí aparece, junto al Felipe III de Pedro Vidal, pintado diez años antes que el retrato protagonista. Esto prueba que entre la corte de Felipe III y Felipe IV hay un cambio de modelo del retrato cortesano: de los rostros inexpresivos a los naturalistas.
Un retrato real imaginado
Javier Portús, Jefe de Departamento de pintura española (hasta 1700), explica a este periódico que el rostro real hecho por Vidal es homogéneo y sin accidentes debido al proceso de simplificación e idealización de la representación del rey. “Lo ven como a un semidios”. Comenta que es una expresión ausente de majestad y gravedad, mientras que Velázquez, a pesar de imaginarlo, “da un paso adelante e introduce más volumen y la sombra”.
Son los nuevos aires de la nueva corte y la propuesta propagandística del pintor recién llegado –con 24 años- que trata de hacerse crecer entre el gusto de Felipe IV. Ya no interesaba la imagen de riqueza y derroche de Felipe III, ahora la imagen al servicio del beneficio político destacaba por la sobriedad y la austeridad. Después de su viaje a Italia, en 1629, y una vez que la presión política de los inicios del reinado se rebajan, las fórmulas retratísticas de Velázquez experimentan cambios en favor de una mayor vistosidad.
Artistas como Juan Bautista Maíno, Juan de Roelas o Velázquez construían sus retratos con una notable voluntad de precisión descriptiva
El propio experto en el catálogo asegura que tanto en Madrid como en Sevilla, artistas como Juan Bautista Maíno, Juan de Roelas o Velázquez construían sus retratos con “una notable voluntad de precisión descriptiva”, frente al modelo abstracto y restrictivo de la corte. Frente a los retratos reales de las dos décadas anteriores, en los que apenas hay sombras marcadas en los rostros, Velázquez saca buen partido de ellas.
Javier Portús asegura que no se le ocurre que pueda ser atribuida a nadie más
Portús no tiene dudas: no es velazqueño es de Velázquez. “No se me ocurre que pueda ser atribuida a nadie más”, explica Portús a EL ESPAÑOL. “Sí, todo es una cuestión de fe”. Pero se echa en falta alguna comparación que ponga en duda la atribución, sobre todo para reforzar la teoría del museo y del donante norteamericano.
No hay contraste, por ejemplo, con uno de los dos retratos de Maíno que tiene el Prado. “La comparación con Maíno nos parece irrelevante”, responde el máximo experto en Velázquez del museo. Jordan asegura que Leticia Ruiz, máxima experta del museo en Maíno, le ha confirmado que “no tiene nada que ver con él”.
El “llamativo” interés de Maíno por la minucia descriptiva “hace que se encuentre más cerca de las mejores obras que hará Van der Hamen más tarde”. Pero no de la efigie de Felipe III, a quien Velázquez no conoció en vida, muerto seis años antes de esta pintura. “Las veces que Maíno se acercó a la representación de los Austrias lo hizo de una manera mucho más sintética” de la expresada por Velázquez en los años veinte.
Y el edicto de fe termina así: “En resumen, ninguna obra creada entre 1615 y 1630 con la que se compare la efigie de Felipe III muestra más afinidades que con los retratos de Velázquez, y especialmente con los de su segunda tanda”. Para demostrarlo, en sala se ha colocado junto al retrato de Felipe IV (1628) y El infante don Carlos (1628) del sevillano.
La factura espontánea del cuello o la barbilla es insuperable y hacen de ésta, la imagen más vívida que conservamos de Felipe III, a pesar de haber sido “realizada por un artista que nunca llegó a conocerlo”.
Un préstamo, no donación
Jordan enseñó el cuadro por primera vez al Prado en 2008. El entonces director adjunto, Gabriele Finaldi, anotó en su diario: “Muy bien pintado”, lee Jordan en su móvil a la prensa. En la cartela del cuadro se puede leer el reconocimiento al gesto del experto norteamericano. Se dice que es una “donación”, pero de momento se trata de un “depósito temporal renovable de los American Friends of the Prado Museum”.
La responsable de esta entidad sin ánimo de lucro, Christina Simmons, explica a este periódico que el préstamo es temporal por cinco años. Cuando se cumplan, el patronato se volverá a reunir y entonces se decidirá si se vuelve a prestar. Aunque matiza que siempre estará colgado en el Prado si el museo así lo quiere.
American Friends es una iniciativa de varios ciudadanos estadounidenses que unen sus fuerzas para ayudar a recaudar fondos (económicos y pictóricos) para el Museo del Prado. Los EEUU reconoce la labor de sus ciudadanos recortándoles impuestos, aunque el destino de sus inversiones esté en España. “Los beneficios fiscales que William Jordan va a recibir a cambio de la donación son menores que si lo hubiese vendido”, asegura a EL ESPAÑOL. Sin embargo, hoy la hipótesis velazqueña es realidad gracias al Prado, no al mercado.