Los artistas escapan de las condiciones y los condicionales cuando retratan la sociedad en la que viven. La libertad de expresión ampara su creación, que siempre ha sido molesta por su libertad de expresión. Los artistas llevan siglos rindiendo cuentas por avanzar más de la cuenta, por hacer del arte carne, por ser irreverentes con lo previsible y las normas, por derrotar a la hipocresía o revolucionar los gustos. Hace algo más de cinco siglos, Paolo Veronés se encuentra cara a cara con el tribunal de la Inquisición. Le acusan de haber pintado una Última cena demasiado innovadora.
El arte es un arma de cambio y en Venecia, a mediados del siglo XVI, se cocía una de las mayores revoluciones pictóricas de la historia. La santa trinidad del arte veneciano (Tiziano, Tintoretto y Veronés) se enfrentaba a la romana (Leonardo, Miguel Ángel y Rafael): color contra dibujo, hedonismo contra austeridad. Y todos contra la visión pastoral del arte. Los artistas se alían con la sociedad para escapar del monopolio religioso. El Renacimiento emerge gracias al dinero de los poderosos laicos, que permiten que los talleres de los pintores revolucionen sus propuestas, en una huida desenfrenada de la Edad Media.
Veronés no tiene miedo ni va a dar un paso atrás. Ha pintado esa Última cena en un inmenso lienzo para el refectorio del convento dominico de San Giovanni e San Paolo. En 1572 está obligando a la pintura a caminar al margen de las convenciones y las imposiciones: un incendio había devorado un cuadro de Tiziano con el mismo tema que cubría completamente el muro de la sala. Veronés se inventa una función ilusionista, tal y como antes había realizado en los grandes frescos para villas venecianas.
Los personajes se confunden con las personas. Unos y otros forman parte del mismo escenario, donde una marea de seres rodean a Jesús, sentado a una gran mesa, en el centro, sin atenderle. Animales, niños jugando, artistas, militares y nadie parece reparar en él. No es una Última cena al uso y por eso la Inquisición católica le pide cuentas, que considera la pintura irreverente por la opulencia con la que Veronés describe la escena. El pintor se negó a cambiar una coma de la obra. No retocó nada, pero cambió el título: ahora sería la Cena en la casa de Levi. Listo. La censura se cobró sólo parte de su pieza.
Del medievo al futuro
Es una obra capital para entender lo que bulle en Venecia, donde los pintores presentan un programa reformista acorde a la clase más acomodada de la sociedad, que al dinero de la Iglesia. La pieza no está incluida en la exposición El Renacimiento en Venecia, que acaba de inaugurar el Museo Thyssen-Bornemisza, comisariada por el exdirector del Museo del Prado, Fernando Checa. El especialista en arte renacentista construye un álbum de obras maestras a la altura de la ambiciosa propuesta: mostrar cómo la ciudad del Adriático rompió con la cadena de producción medieval de imágenes y se convirtió en uno de los centros capitales de creación sensual e intelectual.
El renacimiento de la luz, el color y el placer fue un fogonazo que estaba condenado a desaparecer para pasar al siguiente capítulo: el Barroco. Estos autores se portaron como auténticos caníbales con la pintura. Devoran todo lo pasado y provocan el futuro antes de disfrutar de las garantías y el bienestar de su presente. La técnica de los más avanzados cada vez es más suelta y menos dibujada, no se deja atrapar ni limitar. Es color y valentía, es pura mancha y borrón, oscuridad y luz, contrastes que incomodan el consenso de la belleza mimada. La derivada veneciana del Renacimiento es violenta, dramática, sensual, gestual y trágica.
El relato de Checa culmina con el Cristo crucificado, pintado por Tiziano en 1565, custodiado por Patrimonio Nacional, en el Monasterio de San Lorenzo del Escorial. La obra representa lo que se ha llamado como la “destrucción de la pintura”. El Thyssen ha reservado la sala final para darle una relevancia que no ha tenido hasta el momento y poner en órbita esta pintura “poco conocida por el público”. La pieza podría estar llamada a ser el icono que necesita el Museo de las Colecciones Reales -cuando se inaugure-, a falta de una imagen que haga parar los autobuses de turistas a sus puertas.
La guerra renacentista por imponer un modelo se resume en una carta de Antonio Pérez, secretario de Felipe II, el rey enamorado de Tiziano, en la que se refiere a aquella manera de pintar tan suya: “De golpes de pincel groseros, casi como borrones al descuido (que borrones es cuanto pinta el poder humano, caídos del apetito las más veces) y no con la dulzura del pincel de los raros de su tiempo”. Cuenta Pérez que Tiziano respondió desconfiar de la delicadeza y el primor del pincel de Miguel Ángel o Correggio. Él prefería un “camino nuevo”.
El otro acierto del comisario ha sido la reunión de tres Magdalenas penitentes de Tiziano, que tanto gustaron a los clientes del pintor gracias a la mezcla de devoción y erotismo. La santa esconde e insinúa sus pechos con su pelo y su vestido. La realizada para el Cardenal Farnesio (en el Museo de Capodimonte en Nápoles) se muestra sin atisbo carnal. Las otras dos exhiben un modelo recurrente durante dos décadas. De la última de ellas, perteneciente al Museo Ermitage de San Petersburgo, dice la leyenda que Tiziano la conservó junto a él (como Leonardo hizo con La Gioconda) hasta sus últimos días y murió abrazado al cuadro.
Veronés, el final del Renacimiento
El otro gran protagonista de la exposición es Paolo Veronés, con muchísima obra y sobre todo, con El rapto de Europa (1574), del Palacio Ducal, un préstamo extraordinario increíblemente mal tratado en sala, sin el protagonismo que se merece. La versión de Veronés, contrariamente a la de Tiziano, representa la seducción de Europa. Todas las mujeres reunidas en un estudio completo de la figura humana, sin saltarse sus expresiones más dramáticas. Porque en la virtud de Veronés (teatralidad) se encuentra su mayor falta: decorativismo.
Posiblemente sea una de las más bellas pinturas del artista y cima de la muestra planteada en el Thyssen, donde las telas suntuosas, los brillos y el lujo empapa el color saturado, los contrastes de pigmentos al chocar entre sí, el movimiento del grupo, la pincelada muy suelta. Como explica Thomas Dalla Costa en el catálogo, “es una de las composiciones en las que Veronés supo condensar toda la belleza de la civilización veneciana, encaminada ya hacia el ocaso del Renacimiento”.
Checa es un notable aficionado al retrato y eso queda patente en el recorrido. Nos detenemos en el retrato del conde Iseppo da Porto con su hijo Adriano (pintado por Veronés en 1552), que se conserva en los Uffizi. Da Porto fue un controvertido personaje de la nobleza de Venecia, cercano al luteranismo, y es retratado vestido de negro, como no podía ser de otra manera en alguien vinculado a los personajes imperiales. El negro era una manera de ostentar su clase, dado que el pigmento que se usaba para teñir las prendas era extremadamente caro.
Lo más llamativo de este hombre gigante de cuero negro y manos poderosas es el encuentro con su hijo, en un sólido enlace colmado de ternura. Las dos manos se buscan, sus dedos se tocan. Se ha quitado un guante para abrazar a su hijo, que se siente protegido por su padre e ilusionado por lo que hay lejos de él. Iseppo nos mira, Adriano, no. Este hombre grande y oscuro, muestra con naturalidad lo que le hace más vulnerable, su hijo. Su fortaleza queda al descubierto, su poder queda sin escudos sólo con un gesto. Toda la atención en la mano, en todas las manos de la exposición, que se desvelan como un locuaz motivo de las pinturas que se atreven a acabar con la relamida carga del pasado.