El impresionismo fue un movimiento que sacudió los cimientos de la historia del arte, y que hizo que verdades tenidas hasta entonces por absolutas empezaran a ser cuestionadas. Logró abrir el camino que conduciría al advenimiento de las vanguardias y la gran revolución estética del siglo XX, pero hubo otras cosas que desgraciadamente siguieron siendo iguales. Y si hace falta alguna prueba de ello, basta con fijarse en el caso de Marie Bracquemond.
Bracquemond había nacido en 1840 como Marie Quiveron en Argenton-en-Landunvez, una pequeña localidad francesa cercana a Brest. De niña vivió una existencia nómada, en la que su familia se desplazaba una y otra vez al ritmo de los cambios de destino laboral de su padrastro, pero eso no evitó que en 1849 comenzara a recibir clases de pintura junto con su hermana. Pronto demostró suficiente talento como para que, en 1857, un retrato en el que tomó como modelos a su madre, a su hermana y a su profesor fuera aceptado en el Salón de París, la gran exposición organizada por la Academia de Bellas Artes que marcaba las tendencias y los nombres que verdaderamente importaban en el mundo artístico.
Allí, la obra de Marie llamó la atención del pintor Ingres, quien la tomó como discípula. Pronto se convirtió en una de las alumnas más destacadas del famoso artista, quien le consiguió un empleo para hacer copias de las obras maestras del Museo del Louvre. Fue precisamente en una de esas sesiones cuando el pintor y autor de aguafuertes Félix Bracquemond la descubrió. El enamoramiento fue inmediato; en 1869 se casaron, y un año después la pareja tuvo a su primer y único hijo, Pierre.
Bracquemond admiraba el talento de su esposa. En un principio, la apoyó para que perseverara, e incluso la introdujo en el círculo de sus amistades artísticas, que incluían al núcleo duro de los pintores impresionistas. Monet y Degas se sintieron especialmente interesados por la obra de Marie, y la animaron a hacer pinturas en espacios abiertos, algo en ese momento verdaderamente revolucionario: no era nada habitual, ni era bien visto, que una mujer pintara al aire libre. El fruto de ese trabajo pudo verse en las exposiciones impresionistas de 1879, 1880 y 1886. En las obras que pudieron contemplarse ese último año era evidente también la influencia de Gauguin, quien había pasado un tiempo alojado en la casa de los Bracquemond, como refugio a su frágil situación económica.
Sin embargo, algo se rompió. Probablemente la admiración de Félix hacia la obra de su mujer derivase en envidia, pues su propia carrera artística estaba en ascenso y consideraba que el éxito de ella le restaba brillo. Sea como fuere, comenzó a ser tremendamente crítico con ella, y las discusiones se convirtieron en algo cada vez más frecuente. Marie optó en un primer momento por intentos de arreglo intermedios, como el abandonar la pintura de exteriores y dedicarse a hacerlo sólo en el jardín de su casa o en interiores. Pero pronto ni siquiera esto sirvió para aplacar a Félix. Finalmente, en aras a la paz familiar, y dado que al salirse del circuito artístico ya prácticamente nadie la tenía en cuenta, en 1890 optó por una solución drástica: dejó de lado definitivamente los pinceles. Ya sólo haría algunas escasas obras, nunca exhibidas públicamente, hasta su muerte en 1916. Paralelamente, el reconocimiento de Félix Bracquemond siguió creciendo, con hitos como el nombramiento como Oficial de la Legión de Honor y la Medalla de Honor de la Exposición Universal de 1900.
Sólo el testimonio posterior de Pierre, el hijo de Marie y Félix, pervivió para recordar el talento desperdiciado de su madre, y cómo su carrera había sido cercenada por su marido. Hoy, apenas es posible encontrar cuadros de ella en las colecciones públicas, lo que dificulta su reconocimiento y su inserción en el panteón oficial del impresionismo. Las obras mayoritariamente repartidas por colecciones privadas permiten apreciar el camino sesgado que la habría reivindicado como una integrante más de la nómina reconocida. Pero eso no fue posible porque, en una versión de lo que décadas después proclamaría Virginia Woolf en su ensayo Una habitación propia, se le negó que su arte plasmara lo que crecía y vivía a pleno sol, que contara con una naturaleza propia.