No sólo de espiritualidad vive el artista. Ni de pólvora. El artista, ya lo apuntó Velázquez, vive sobre todo de acercarse al poder. Y cuanto más cerca, mejor. El pintor barroco retrató al Papa Inocencio X y fue el hombre de confianza de Felipe IV. Es la vieja historia del reconocimiento cortesano, que el pintor chino Cai Guo-Qiang interpreta en tiempos de reyes endebles y millonarios gigantes. En su estancia, en los aledaños del Museo del Prado, mientras buscaba la inspiración de los grandes maestros de la pintura, el artista ha protagonizado una de las españoladas más pictóricas de todas: la cacería del pelotazo.
Seguro que les suena, es la trama principal de La escopeta nacional (1978), de Luis García Berlanga. “Señor marqués, usted sabe mejor que nadie para qué sirven las cacerías”. Le dice Jaume Canivell, interpretado por José Sazatornil al hijo del marqués de Leguineche (Luis Escobar), al que da vida José Luis López Vázquez y que tiene secuestrada a la actriz (Bárbara Rey) con la que se ha encaprichado su padre.
“Yo he venido aquí a hacer un negocio”, le espeta al marqués junior para que libere a la mujer. Su fortuna va en ello. Canivell es un empresario catalán que paga una cacería a los mandamases del franquismo, para rematar un negocio. “Si tú, dado el interés nacional del aparato, me apoyas un poco, entonces nos forraríamos sustanciosamente todos”, cuenta Saza al ministro del ramo. El desastre está servido.
Lo único que le falta a la película de Berlanga es un pintor chino que recree en un lienzo para colgar en un gran museo público la estampa vivida en una jornada de caza, junto con los amigos del anfitrión millonario, el día en que se levanta la veda.
Entre las 27 pinturas que ahora se exponen en el Museo del Prado, hechas con pólvora y lienzo por el artista Cai Guo-Qiang, una de ellas llama poderosamente la atención. Es el estornudo en medio del resfriado. Aparece una mujer que porta una escopeta, apunta al aire, debe ser contra algún ave, y dispara. La detonación del arma es un fogonazo de pólvora negra sobre la tela. A su lado hay un hombre agazapado, también con escopeta.
Un artista que chirría
Más allá, el artista ha colocado, con las plantillas, una mesa corrida con varias sillas y algunos comensales. Aparece otra figura caminando, tocada con visera y porta algo en sus manos. Es una mujer, quizá la misma. El lienzo vertical combina amarillos, verdes y negros, y es una escena tan naïf como el resto de las que presenta, pero tan costumbrista y pintoresca que chirría sobre todas esas alusiones al Greco, Goya, Velázquez o Rubens, al que identifica con “unas braguitas” -en el titulado El espíritu de la pintura- para representar su típico “deseo carnal”.
Es estridente que un artista -que se reivindica como espiritual- aluda a un día de caza en el campo. Quizá no sea tan raro en un artista que simule ser un San Sebastián, como el de El Greco, en un cuadro hecho por él mismo. Un selfie de pólvora y ego.
Este periódico pregunta a Guo-Qiang sobre esta escena. El pintor, que la noche anterior había hecho ante los teléfonos móviles de cientos de invitados y varios millonarios chinos, en el Salón de Reinos, la traca final, responde que es la visión actualizada de unos cartones para tapiz de Goya. Pero insistimos y le preguntamos si ha estado de caza estos días durante su estancia. “Sí, con unos amigos”.
Tal y como ha podido saber este periódico, estos amigos son Alberto Cortina y su mujer Elena Cué. El socio propietario, junto con su primo Alberto Alcocer, de ACS, la mayor constructora de España, tiene una finca de caza, cuya extensión cubre parte del Parque Nacional de Cabañeros.
EL ESPAÑOL no ha podido confirmar si fue en este lugar donde el pintor chino, al que Elena Cué entrevistó para el ABC el pasado marzo, disfrutó y se inspiró en esta escena de caza. La mujer de Alberto Cortina, uno de los pocos empresarios españoles que invierte en su colección de arte contemporáneo, responde a este periódico: “No soy nadie para hablar de Cai Guo-Qiang”. Sin embargo, ella misma lo describía en la citada entrevista como “uno de los artistas chinos más prominentes”.
De hecho, la campeona de España de tiro al pichón, estudiante de Filosofía, amante del arte y firma de ABC aclaraba en aquel artículo que el artista trataría de realizar una “exploración espiritual de la pintura”. En su cuenta pública de Twitter subió varios vídeos y fotografías de la noche de los doscientos invitados. Quienes conocen el entramado empresarial del producto de Guo-Qiang lo describen como un negocio creado para ser representado en los museos, desde donde él los exhibe y vende. Aunque el Museo del Prado no vaya a comprar ni uno de los lienzos producidos, tal y como ha asegurado su director a este periódico, los ricos que se han acercado a su performance tienen la oportunidad de hacerlo.
Todo lleva carne
Hablemos de “espiritualidad”. En la publicación que el Museo del Prado ha difundido, el creador de estos fuegos artificiales escribe sobre esa dimensión: “Mi obra se ha ido tornando más emocionalmente compleja. Ya no trato de otear desde las alturas del cosmos, sino de levantar la vista hacia las estrellas, fascinado con nuestra diminuta raza humana y la brevedad de la vida, esta progresión de lo divino a lo humano ha transformado mi realidad”. En este cuadro, titulado -claro- La caza, ha bajado tanto a lo humano, que se pone a su servicio. De espiritualidad, ni señal.
La caza es el colmo de la gran operación mercantil a la que el museo nacional ha abierto las puertas. Artísticamente no da más que para ilustrar el mes de octubre en un calendario. Pero lo más importante es que en la escena, en la que podría estar incluido hasta el antiguo consejero delegado del Banco Santander, Alfredo Sáenz, el artista chino revela que la falta de dignidad está a la vista de cualquiera. Que la vergüenza ajena no es terreno exclusivo de los expertos, que la pólvora, a veces, sólo es ruido y humo. Pólvora mojada que tropieza en su intención de revitalizar a Goya o Velázquez, pero que triunfa al devolver a la vida a Berlanga.