La pintora Isabel Quintanilla ha muerto a los 79 años de edad. La mujer del escultor Francisco López Hernández (1932-2017), fallecido a principios de este año, formaba parte del grupo de artistas que vivieron y trabajaron en Madrid desde los años cincuenta. Todos unidos por el vínculo realista, por sus relaciones personales y por la presencia de Antonio López (1936).
“Pintábamos nuestros árboles y jardines”, recordaba Isabel Quintanilla a este periódico unos días antes de la exposición dedicada al grupo en el Museo Thyssen Bornemisza. Miraron lo vulgar y se inspiraron. Estaban tan unidos que los apellidos se repetían, tan cercanos que al salir a la calle y mirar lo llamaban “lopecear”. Es decir, hacer realismo. No usaban la cámara de fotos, no tenían coches para viajar y tampoco tenían fácil subir el caballete en los tranvías y autobuses. Florecieron en plena posguerra.
De todos ellos han fallecido, además de Isabel y Francisco, Esperanza Parada (1928-2011) y Amalia Avia (1930-2011). Junto a Antonio López, su esposa María Moreno (193) y el escultor Julio López Hernández (1930) son los últimos testimonios vivos de aquellos artistas que se conocieron en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y desde entonces se mantuvieron juntos. Inseparables.
Fieles a la realidad
Ni se alejaron entre ellos, ni se olvidaron de su fidelidad a la realidad. Ni un paso atrás. Buscaban lo exótico en lo cercano, en sus colonias de casas bajas, en la tranquilidad de lo familiar. Hicieron protagonistas a las migas del día a día, en lo invisible para la mayoría. Levantaron un monumento a lo insignificante. La mayoría de integrantes del grupo expusieron antes de los 30 años y en 1955 montaron la primera exposición colectiva de las decenas y decenas que vendrían más tarde.
Fueron modernos a su manera: sin ironía, sin denuncia, sin abstracción, sin chistes. No eran el Equipo Crónica o Equipo 57. Isabel prefería el silencio de su casa y sus cosas. Un vaso de duralex en un alféizar, serenidad, verdad.
Los más amigos y familia que grupo, trataban de esquivar la etiqueta de realismo. “Altamira también es realista, ¿no?”, bromeaba Francisco López. “No soy capaz de definirlo y no quiero hacerlo tampoco. No quiero más que trabajar”. El público los reconoció y adoró, los museos los rechazaron. Francisco tenía un relieve expuesto en el Reina Sofía, pero lo han bajado a los almacenes. “No estamos bien representados”, decía Isabel a este periodista, que se quejaba. “Es una falta de respeto. Un director te las pone y otro te las quita. Yo estoy mejor representada en Múnich, Hamburgo y Washington que en Madrid”. La queja se refería al vaivén de directores del Museo Reina Sofía.
Conciliar con la vida
Quintanilla recordaba cómo trabajó para una galerista que se llevaba los cuadros y no pagaba. “A las mujeres nos trataba con desprecio. Eras una mujer, nada más. No eras nadie, no pintabas. La consideración como pintora la logré en Alemania. Pintora, no mujer. Les encajó muy bien el realismo, les gustaba”, recordaba hace dos años la pintora. Sí, para ellas fue mucho más difícil que para sus maridos. Esperanza, por ejemplo, tuvo que elegir entre trabajar o pintar. Y decidió aparcar la pintura.
“Del arte tampoco se puede vivir, pero no nos podemos quejar. Estar casada con un artista también ha ayudado: mi marido prefería que pintara a que le planchara una camisa”, dijo Isabel. A duras penas concilió la crianza de su hijo y el cuidado de su madre, alojada durante su enfermedad en casa. Nunca abandonó el estudio de la luz y su preocupación por la depuración técnica.