Esther Ferrer no tiene miedo. Desde hace casi sesenta años ha logrado sobrevivir como mujer artista. Y sin depender de becas ni de ayudas. Ella resistente y soberana, ella independiente, ella libre, ella con su dinero, ella sin condicionar su arte a nada ni a nadie. Sin conciliar con las instituciones ni con el mercado. Esther Ferrer (San Sebastián, 1937) es un referente ejemplar, aunque haya sido tan invisibilizada como el resto de mujeres artistas españolas. Casi seis décadas de trabajo y llega, por fin, al Museo Reina Sofía, en su filial del Palacio de Velázquez, en el parque del Retiro, con una retrospectiva extraordinaria, comisariada por Laurence Rassel y Mar Villaespesa. No es una exposición, es un plan. Una experiencia.
Ferrer nunca tiró la toalla, a pesar de tenerlo más difícil que un artista hombre. Y se resistió a convertir el arte en un fin. El arte es un proceso en el que siempre es presente. El arte cambia tanto que no se mueve del sitio y el de Esther Ferrer es un lugar llamado “dignidad”. Todo lo que hace, todo lo que ha hecho, responde a lo que es su vida, a su buen y mal humor. “En todo momento de mi vida hago lo que me interesa. El arte es el único espacio donde soy libre”, reconoce ante la prensa, en el centro del palacio luminoso, más etéreo y blanco de lo habitual. “Esta es una exposición que no asfixia. Nada te exige, nada te agobia, es como pasearse por el área”, cuenta la propia creadora.
Hay dos ejes contrastados. En un lado, las cuestiones de identidad; en el otro, las cuestiones de espacio. Unas tan explosivas como ruidosas, las otras tan silenciosas como frágiles. Y todas provocadoras, combativas, juguetonas. Porque invita al espectador a que abandone su pasividad y pase a la acción. Con la observación no basta, se dirige al que mira para que juegue, le ofrece las pautas para que actúe ahí mismo, en el espacio. Ferrer no quiere el museo para ella sola. Ferrer no cree en la solemnidad de la institución, y esta exposición es buena muestra de su falta de respeto por los museos, rodillos de opresión y constricción, muñidores de la historia del arte, incapaces de contener a Esther Ferrer.
Ser feminista a muerte
“Las mujeres no somos unidimensionales, somos multidireccionales y podemos hacerlo todo”, casi grita. Es temperamental, es brava y no tiene tan mal humor como quiere hacer creer, pero entendemos la coraza que debe mantener para hacerse un hueco en el universo cipotudo. “Digo que soy feminista mientras sea necesario. Me gustaría que dejara de serlo. Las mujeres dimos un paso adelante y nos tendrán que matar para que demos un paso atrás. Nunca lo daremos”, explota Ferrer.
La artista -Premio Nacional de Artes Plásticas 2008 y Premio Velázquez 2014- se revuelve contra una sociedad en la que “todavía hay que defender el derecho a abortar o a tener la sexualidad que quieras sin estigmatizarte”. “El feminismo es una lucha por la libertad. Liberándonos a nosotras, liberaremos a los hombres, que parece que no se han enterado de que pueden liberarse por ellos mismos”, remata su intervención. Los museos, como máximos representantes del rodillo institucional, también son “machistas”.
“Mi marido se plancha sus camisas”, dice aunque no se considere rara avis en un mundo en el que tantas mujeres artistas han tenido que abandonar su don, su talento, su oficio para poder mantener a una familia con un salario. “Tengo 80 años y hasta los sesenta y muchos trabajaba para mantenerme. Escribía en revistas para ganarme la vida. Por una razón fundamental: no quiero que nadie me mantenga. Tengo un marido que me podría mantener, pero todo lo que he hecho, lo he hecho con mi dinero para no tener que correr detrás de nadie”, cuenta a EL ESPAÑOL.
La libertad es posible
¿Cuál es el precio de la libertad? “Pasas angustias, miserias, no sabes si vas a poder pagar el alquiler, el teléfono, si caes enfermo no te cubre nadie, estas cosas. Pero también tiene muchas satisfacciones no depender de nadie y que nadie te mande, que nadie te diga nada. Compensa. Porque además gracias al arte me he mantenido siempre en actividad. Tengo tantas cosas que me interesan, tantas cosas que quiero hacer y tan poco tiempo para hacerlo”. Quizás la indignación también le mantiene viva, sin tibieza: “Lo que más me indigna en 2017 es que haya un Trump, un Rajoy, un Macron, y que todavía puedan representar algo. ¿Cómo toleramos que estos manden?”.
Esther Ferrer es un termómetro de las libertades de un país enfermo de dictadura. Su trayectoria retrata a los que miran. “La evolución más fuerte de este país es la protagonizada por la mujer”, dice a este periódico. “Y la otra gran evolución es la del movimiento ciudadano. Muchas personas que han asumido sus responsabilidades y que actúan en consecuencia, aunque teóricamente no sirva para nada”, cuenta. Así es como se rompe con el pesimismo, actuando sin garantías y como protagonistas de su tiempo. Es la mejor definición de arte.
Y a pesar de ello, cree que el espectador “ha evolucionado hacia la pasividad”. “Yo quiero que el observador se sienta tan libre como yo me siento. Todas las interpretaciones son válidas, incluso la mía”, asegura la artista que trabaja desde múltiples visiones, pero apunta en una dirección: el futuro es de la libertad. Y ella dibuja el camino de este país desde hace años.
Contra la culpa y el pudor
La artista que busca el silencio (desde 1978) tiene el don de la sutilidad y del alarido. El grito frágil. Trabajar con su cuerpo y su rostro es delicado y explosivo, es íntimo y personal pero, sobre todo, público. Porque descubre en sus primeros trabajos lo que calla y lo que somete: lo que se tapa. El cuerpo desnudo es la fuerza de la esclavitud de la mujer, la venganza de la culpa y el pudor. Ferrer se autorretrata, más que como compromiso que como autobiografía.
Cuando se expone le interesa mostrar que la identidad es una cuestión de días, que el paso del tiempo parte de la nada para llegar al mismo lugar. Y en el trayecto, permutaciones matemáticas de un ser múltiple. Esto es lo que ocurre en Autorretrato en el tiempo (1981-2014), uno de los momentos álgidos, que recoge un gran mural compuesto por la combinación de selfies (antes del selfie) realizados cada cinco años. Media cara del pasado, media cara del futuro. Un lustro, una foto, la misma persona en su multiplicidad o la multiplicidad de una persona.
Y al otro lado de la sala, la dimensión más artesanal, su experiencia más transparente. La creación del vacío con hilo y clavo, con sombras y dibujos de un mundo flotante. Pero sin alejarse de sus reivindicaciones sexuales y de género. Esther Ferrer nunca pierde, porque nunca se ha perdido.