El vaso de Isabel Quintanilla, retrato de una pintora ignorada
La artista del grupo realista tuvo un papel mucho más importante de lo que la Historia del Arte ha escrito de ella. Dejó un bodegón listo días antes de su muerte.
29 octubre, 2017 02:39El vaso de Isabel Quintanilla es una obra al superviviente: Duralex. No es bonito, es irrompible. Es para toda la vida. Como su condena: amanecer para sobrevivir a la España arruinada. De ese vaso han bebido todos los nacidos en la posguerra, en los barrios obreros de la capital. En los cuadros del grupo de realistas madrileños siempre es invierno. Sorolla era luz, esplendor, alegría y verano. Esto es otra cosa. Esto es un calambre gélido, camuflado bajo el delirio del dominio técnico. El vaso de Isabel, Maribel, es el retrato de los Nadie, que nacieron para ser Nadie y Nadie murieron. Olvidados y desaparecidos, como un vaso Duralex.
Este miércoles ella murió y tuvo la mala fortuna de hacerlo al tiempo que Fats Domino. En los teléfonos móviles, la alarma hablaba del óbito del roquero norteamericano. La pintora realista volvía a perder en la carrera del reconocimiento, a pesar de sus casi sesenta años dedicada a hacer de lo pequeño e invisible el motivo de sus lienzos. Ella misma se lamentaba en este periódico, hace un año, de la poca atención que había cosechado el grupo de amantes de la austeridad realista.
No redactaron ningún manifiesto. No declararon poseer ningún código estético, ni artístico como aglutinante. Eran amigos y familia y permanecieron unidos toda la vida. Eran mucho más que un grupo artístico. Son un caso insólito en la historia del arte español, hombres y mujeres a partes iguales creando. No reivindicaban ningún programa, pero sí las escenas del paso del tiempo. Mudo y exacto. Hicieron de la lucha por la verdad de su clase, su motivo. Sus héroes eran sus casas humildes. Detallistas en lo familiar, alejados de la pompa y la política. Ni cortesanos, ni activistas.
Sin pompa, con plancha
No pintan el salón del trono, sino el cuarto de planchar. “Me dijo que le recordó al olor del cuarto de la plancha de su infancia”. Isabel recordaba así su encuentro con la reina Sofía, con el lienzo Habitación de costura (1974) delante de ambas, tal y como contó a este periodista, unos días antes de la presentación de la exposición que volvió a reunir la obra de todos los componentes en el Museo Thyssen Bornemisza. Es la pintura de los pobres para los ricos, son las visiones de la clase trabajadora. Un cuarto de planchar, la humildad de la escasez.
También es el vaso del hambre del emigrante. Isabel vivió del extranjero, del dinero alemán. Allí es donde lo vendió todo, donde fue respetada y donde se conserva la mayor parte de su obra, en colecciones que supieron mirar más allá de la firma de una mujer y del monumento a la cotidianidad. Aquí, nada. El vaso también es un artista aislado, arrinconado en un alfeizar: en el Museo Reina Sofía no hay ni rastro de ella. Ni siquiera en los almacenes. De hecho, sólo dos de sus compañeros realistas tienen obra, en el centro que se dedica a conservar y difundir el arte español desde finales del siglo XIX en adelante.
Sala 404 de la colección del Museo Reina Sofía. Dedicada al arte español que estuvo de moda en el extranjero. Hay obra de Tàpies, Canogar, Chillida, Chirino, Saura, Millares, Feito y Palazuelo. Sala 413: la han titulado “Academicismo y clasicismo en los años cincuenta”, y en ella han derivado los experimentos del grupo, junto con cuadros de Cossío. Sólo está representado Antonio López, con una escultura y un cuadro. Hay 14 obras más del pintor y escultor en los almacenes. De Julio López Hernández exponían una escultura y ahora la han hecho desaparecer.
Junto con la decisión de Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía, de aniquilar al grupo en su repaso histórico del arte español, un caso muy llamativo es el ajuste de Valeriano Bozal con el mundo que encabezó “antoñito”. Dice el historiador, en su Historia de la pintura y la escultura del siglo XX en España (La balsa de la Medusa), que el mundo de Quintanilla “es más duro, más conciso”, que el de María Moreno (su íntima amiga, compañera y esposa de Antonio).
Pintora de una línea
En el ensayo de 500 páginas, Bozal, en un esfuerzo de generosidad científica indignante, dedica a la pintora una línea: “Representa paisajes interiores en los que la luz eléctrica crea contrastes fuertes, limpios, delimitando con claridad el espacio y los objetos, en ocasiones con un sentido casi geométrico”. Y nada más. Ya está. Maribel Quintanilla es un punto y seguido para la Historia del Arte. La cruel austeridad con la que retrataba su entorno sólo es comparable con el menosprecio que ha sido tratada en los manuales de arte español.
“No estamos bien representados”, explicaba a este periodista Isabel hace un año. “Es una falta de respeto. Un director te las pone y otro te las quita. Yo estoy mejor representada en Múnich, Hamburgo y Washington que en Madrid”, contaba al reconocer que fueron populares para el público y repudiados por la Academia. Isabel y sus amigos son reliquias de una memoria perdida e ignorada, que trataron de navegar en la oleada del informalismo y naufragaron. El galerista Íñigo Navarro cuenta que hasta 1996 Isabel no tuvo una exposición individual. La montó él en su espacio. “Desapareció por completo de España”. Una ausencia escandalosa.
Francesco López, hijo de Isabel y del escultor realista Francisco López, recuerda que en las últimas conversaciones con ella, se mostraba dolida por esa circunstancia. Aunque lo que más le molestaba era que consideraran al grupo como los “pintores del franquismo”. “La visión del Museo Reina Sofía es una visión personal y subjetiva de su director, pero llegará el día en que se revise su presencia y entonces ganarán más espacio. Quizá se llegue tarde a comprar obra. Soy optimista con esta gente que ha escrito una página fundamental en la Historia de la Pintura. El tiempo todo lo corrige”, apunta Navarro.
Más sincera que Antonio
¿Esa es la presencia que se merece la artista en el museo y en los libros de arte? El pintor Agustín Celis fue compañero en la escuela de Bellas Artes de San Fernando de Isabel y de María, en los años cincuenta. Recuerda que María estaba mejor dotada intelectualmente, pero Maribel era la pintora con más talento técnico. “En la escuela, Isabel ya anunciaba lo que iba a ser, porque era muy observadora. Nosotros mirábamos más hacia afuera, ella miraba más hacia adentro, a lo académico y realista. Sus cuadros no tenían ninguna problemática, eran pura observación. Ella siempre fue realista”, cuenta a este periódico.
Y apunta un dato esencial en el devenir del realismo del grupo: cuando Antonio López expone por primera vez junto con Lucio Muñoz, Julio López Hernández y su hermano Francisco, no hacía pintura realista. “Era pintura italiana realista, de influencia fascista”. De ahí, con los años, su obra derivó al realismo por el que hoy reconocemos su trabajo. Perdió el universo fantasmagórico, se apartó de la clave surrealista y se centró en la representación objetiva de la realidad.
Esto ocurre entrada la década de los sesenta, cuando Isabel y Francisco trabajaban en ello desde hacía casi quince años. De hecho, el pintor cántabro señala que la recuperación del trabajo del pintor realista Antonio López Torres, tío de Antonio, se debió al reconocimiento que le dio la pareja. ¿Es posible que las investigaciones de Isabel hicieran variar el trabajo de Antonio? “No te lo puedo asegurar, pero sí puedo decirte que Maribel es más importante que Antonio, porque es más sincera. Y Mari, también”.
Ellas peor que ellos
En este punto del relato, en el que una pintora desaparece del mapa a pesar de su trayectoria, ante el trabajo de un pintor, debemos recordar las palabras de la propia Isabel: “Para nosotras ha sido mucho más difícil que para nuestros maridos”. Esperanza Parada, una de las artistas mejor dotadas del grupo, tuvo que elegir: o trabajar o pintar. Y decidió aparcar la pintura y dedicarle su tiempo a la galería de Juana Mordó y llevar un salario a su casa, donde trabajaba su marido el escultor Julio López.
Otra de las pintoras del grupo, Amalia Avia, escribe en sus memorias: De puertas adentro (Taurus, 2004) que los hombres del grupo tenían “una seguridad excesiva en materia artística”. “Quizá eso sólo fuera con nosotras, porque se daba además la circunstancia en estas parejas, no sé si rel o condicionada, de superioridad profesional el hombre”.
Avia reconoce que entonces le faltaba oficio, pero que había otras mujeres del grupo más experimentadas, que llevaban tantos años como ellos pintando, pero “todas adoptaron la misma actitud humilde y supeditada que posponía siempre nuestras inquietudes y nuestra vocación a las suyas”. Aquellos años no eran fáciles, pero quien “en la escuela había destacado o que simplemente pintaba bien, no le era difícil sobresalir y tener un pequeño nombre”. “Otra cosa era tener dinero: eso sí que era difícil, por no decir imposible”.
Por supuesto, la cotización de Antonio López y de Isabel es incomparable. Hace dos semanas, la pintora le entregó a su galerista Íñigo Navarro la última obra que había hecho. Un pequeño bodegón de frutas sobre un bol de cristal, que cae sobre un fondo de dos colores planos. El precio es de 12.000 euros. Uno de los coleccionistas de López es el empresario trotskista Jaume Roures, que tiene en su poder El campo del Moro, valorado en más de 5 millones de euros.
Un viaje decisivo
Años más tarde, Agustín Celis volvería a coincidir con ella y su marido en Roma, donde Paco, Agustín y otros como Carmelo Bernaola o Rafael Moneo fueron becados durante cuatro años, entre 1960 y 1964. El viaje que lo cambió todo. El lugar donde terminaban todas las conversaciones y recuerdos, dice Francesco a este periódico. Francesco, no Francisco. “En Roma conocieron a Giorgio de Chirico y tuvieron una estrecha relación con el filósofo Giorgio Agamben, con el que recorrían la ciudad en su 600”, dice el hijo de la pareja.
En Roma también conocieron al dueño de la galería alemana Brockstedt, un hecho que cambia el destino de Isabel. Durante más de 30 años el marchante tuvo en exclusiva la venta de la pintora y de los dibujos de su marido. Trabajaron con él, vendió su obra y salvó su supervivencia.
Isabel y compañía han sido los fantasmas que han cruzado el siglo XX, para ser rescatados en el siglo XXI. La Historia no ha prestado atención a quienes miraban lo insignificante, lo cotidiano. Aclamados por el gusto popular, laminados por la Academia, sobrevivieron a la dictadura a pleno pulmón. Con visiones poco atractivas y al margen de la moda. “Ese discurso de clase también jugó en su contra”, explica Celis. Mientras el país trataba de salir de ese hoyo, ellos se recreaban en el agujero. El mercado pedía fiesta y no un vaso congelado. Pero el arte nunca ha sido moda, ni la independencia bien pagada.
“En España eras mujer. No eras nadie, no pintabas. La consideración como pintora la logré en Alemania. Pintora, no mujer. Les encajó muy bien el realismo, les gustaba”, recordaba Isabel a este periódico. Su marido lo resumía en un lacónico y certero: “Trabajamos lentamente, no existimos mucho”.
Vaso medio vacío
Paco murió el pasado 9 de enero y ella no pudo remontar. Durante más de cinco décadas trabajaron en el mismo estudio. Isabel en el piso de arriba y Paco, abajo. “A mí tu padre nunca me cogió un pincel”, le contaba a Francesco para recordar el respeto que él tenía por la obra de ella. Había una frontera invisible entre ambos, las escaleras que comunicaban ambos espacios. El de Isabel era como un santuario, el de Francisco como el de un albañil. Es un recuerdo de su hijo.
El vaso siempre estuvo medio lleno. Hasta que murió Paco. Isabel nunca volvió a entrar en aquel espacio compartido. Se retiró a vivir y pintar a una pequeña casa de campo en las afueras de Madrid. Con la muerte de Maribel cae una pieza fundamental de un grupo tan familiar que hubo que demostrar su existencia como tal. Un grupo que regeneró la tradición española, que es la tradición de lo sencillo. El aliento de Velázquez. Todos nacieron pobres.