Es el dios de la guerra menos belicoso que jamás se pintó. Ese enorme bigote no hace más que subrayar el ánimo ensombrecido del valiente entre los valientes. Desnudo, Marte apenas se ha tapado con un paño arrollado a la cintura, ni siquiera se ha quitado el casco desabrochado. ¿Es un pensador o un soñador melancólico? Velázquez hizo del retrato más humanizado del dios de la guerra un cuadro irresoluble.
Para unos, el pintor se mofa de los dioses de la antigüedad; para otros, la actitud del personaje significa la decadencia militar española, sin embargo el cuadro estaba destinado a decorar la casa de caza del monarca (la Torre de la Parada). El hispanista estadounidense Jonathan Brown se ciñe al mito y a la cama en la que lo ha colocado el artista y no le da más trascendencia que la de un tipo recién descubierto por el marido (Vulcano) de su amante (Venus).
Quién puede saber en lo que está pensando Marte. Nadie. Quién conoce las pretensiones de Velázquez. Nadie. Quién sabe si descansa de la batalla, si ha sido derrotado o si ha vencido pero se arrepiente y reclama nuestro perdón. Quién sabe lo que acaba de preguntar al espectador y por eso aguarda su respuesta. Por qué no podría ser alguien que está de vuelta de todo, que ha decidido abandonar las armas y piensa que mejor el amor que la guerra. Lo único que sabemos es que nos observa. Juega con lo que pensamos sobre sus pensamientos. Es un diálogo. La historia de la pintura es la historia de un diálogo mudo (eterno).
Un cuadro clave
Lo increíble de este Marte es que no está cerrado a la charla, que habla con nosotros. Es su postura la que interpela al espectador. Es el turno de réplica. Velázquez ha roto el muro con una mirada de soslayo, no quiere distancias entre la vida pintada y la vida real. Sigamos interpretándolo: ¿no es Marte alguien que no se ha traicionado jamás? ¿No reconocemos en él un ser libre, que guarda fidelidad a sus creencias?
Entendido, Marte es un espejo sobre el que se proyecta la intimidad del que mira y elucubra.
De lo que no se duda es de que 379 años después de haberlo pintado, Velázquez abrió con este lienzo “un nuevo camino al arte de la pintura”. Esas son las palabras de Brown sobre Marte. “Es, por encima de todo, una exhibición del estilo de virtuoso que Velázquez fue refinando progresivamente a lo largo de la década de 1630. Las posibilidades de una manera de pintar basada en la sugerencia y en la alusión alcanzan aquí un nuevo cénit en la difuminación de los detalles, en la asombrosa economía técnica y en el absoluto dominio de los efectos de luz y color”, añade en el catálogo razonado del pintor barroco.
Quizá sea ese el motivo por el que el Museo del Prado coloque el lienzo -valorado en 50 millones de euros por los seguros- en las exposiciones que más beneficios le han reportado cuando alquila sus colecciones a museos del extranjero. Cada vez que vende una exposición con Velázquez o el espíritu de la pintura española como protagonista, Marte no falla. Siempre que el museo monta un recorrido para exportar, en el que reconstruye cómo evoluciona el devenir de la esencia creativa española o cómo a lo largo de los siglos cambian los intereses temáticos, está Marte.
Del alquiler no se libran ni los dioses
La última vez que Marte desapareció del museo fue a mediados de 2016 y no volvió hasta hace unos meses. Casi un año apartado de su hábitat, fruto de exhibición en Berlín y Munich, junto con otras tantas piezas que componían la muestra El siglo de Oro. The Age of Velázquez. Marte no descansará ni un año en el museo antes de que vuelva a viajar… a Japón.
Tal y como ha adelantado EL ESPAÑOL, Marte volverá a salir del museo en febrero, para alquilar 70 obras a dos museos japoneses, por 2,3 millones de euros, precio récord en recaudación. Otros casi nueve meses fuera de la exhibición.
Está tanto fuera que apenas puede verse dentro: entre 2016 y 2018 pasará 16 meses en el Museo del Prado y 21 meses en museos internacionales. Desde que dio su salto al estrellato internacional, en 2012, y tras el periplo japonés, habrá visitado cuatro continentes, cuatro países y seis museos, con unos 49 meses de permanencia en su casa y 30 meses rotando en el extranjero. Un impacto demasiado elevado y arriesgado para una pieza tan preciada por los expertos y clave en el tránsito a la madurez de Velázquez.
El Prado sin ayudas
Lo mandan, como mejor exponente del Siglo de Oro, a recaudar los fondos que el museo no logra reunir en España, una vez el Gobierno en los últimos seis años ha decidido no seguir ayudando como antes al patrimonio nacional que se conserva en el Prado. La institución exprime como puede los recursos propios, una vez los recortes han sido tan graves: si en 2009 tuvo 27,4 millones de euros de subvenciones, en 2016 fueron 12,9 millones de euros.
Después de subir el precio de la entrada hasta los 15 euros -el número de visitantes no crece, pero sí la recaudación-, la búsqueda de capitales ricos en el extranjero a los que alquiler la colección es uno de los recursos que más beneficios les reporta. Desde la retirada de ayudas, el museo ha ampliado esta línea de negocio e ingresa unos tres millones de euros anuales (en 2015 fueron 3,8 millones de euros).
El Prado descubrió Marte como cuadro con posibilidades antes, en 2012 y 2013. Aquellos años viajó a Australia y a Houston con la exposición Retrato de España. Obras maestras del Prado. Casi otro año en blanco, lejos de la sala 15 del Prado, donde cuelga junto con Mercurio y Argos, cuadro que nunca ha abandonado el museo.
El pasado año llegó a Berlín como cabeza de cartel -literalmente-, en la exposición El siglo de Oro. The Age of Velázquez, en el Staatliche Museen. El museo berlinés tuvo que ampliar horario de visita para atender la demanda: en los cuatro meses que estuvo en la capital alemana, 151.823 visitantes pasaron a ver la muestra. Se vendieron alrededor de 8.000 catálogos y el 30% de los visitantes compraron audioguía.
El museo hizo campaña con anuncio de televisión para promocionar la exposición, con un protagonista especial: el actor entra en plano, es Daniel Brühl, que interpreta a un vigilante de sala. “Diehgo Welatzkuetz”, un visitante trataba de pronunciar el nombre del genio. “Diego Velázquez”, se escucha fuera de cámara, en un convincente acento español de Brühl, descendiente de españoles. “Hay una fuerza oscura que trasciende a las pinturas, una fuerza y un orgullo que me parecen muy atractivos y me recuerda a la generación de mis abuelos”, dijo el actor, que además puso voz a la audioguía. De Berlín, Marte y sus compañeros viajaron a Munich, a la Kunsthalle München, donde estuvo otros cinco meses.
Los envíos a los “confines del mundo” se justifican de manera oficial par dar al museo “un marcado papel dentro del contexto de la diplomacia cultural”. Los alquileres pasan por ser “vocación de alta representación”. Nada habría gustado más a Velázquez, de quien debemos aceptar que la fama y la fortuna bien valían el sacrificio de su tiempo para pintar.
Sus ambiciones sociales eran mucho mayores que las pictóricas, que quedaron apartadas en la década de 1640, en plena madurez, para entregarse al favor y el reconocimiento de Felipe IV. Quería ser pintor de pintores y nobles, pero una cosa era incompatible con la otra. Perdió tiempo y energías al entregarse a decorar los palacios y a cuidar las colecciones de la única persona que podía favorecer sus aspiraciones sociales y artísticas: el rey. Así que tras el Marte se entregó a servir en exclusiva al monarca. Honores, privilegios y riqueza: quería ser un artista y caballero.
Justo en ese momento, cuando su virtuosismo técnico y compositivo es total, la producción de su obra desciende dramáticamente. Decide convertirse en pintor a tiempo parcial y a medrar en la vida cortesana. La cantidad de obra conservada de Velázquez se estima actualmente en unos 125 lienzos, que es una producción escasa para una carrera artística que comprendió más de 40 años.
Soberbio y orgulloso
A Manet los pintores que lo rodean en el Museo del Prado le parecen “por completo falsificaciones”. Velázquez ha dejado boquiabierto al impresionista, en su viaje de 1865, por su extraordinaria delicadeza, los tenues y nebulosos efectos de luz, las pinceladas ligeras, las otras pinceladas groseras (como el cuero del casco que cae sobre el pecho de Marte), los arrebatadores gestos de soberbia y dominio absoluto, propio de una criatura incomparable.
A Marte, como a Velázquez, no hay nada que le quite el sueño. Está en calma. No hay tormento. Nada teme el pintor, está en plena forma: reelabora las veces necesarias y cada una de las partes de la composición hasta que da con ello. Retoca y suaviza contornos y detalles con un repertorio infinito de técnicas. Unas veces marca las luces añadiendo empastes cortados, como en la uña del pie del dios; otras sustrae el color, raspado o frotado, para dejar el grano del tejido, como en la mirada. Y juega. Juega a crear una paradoja entre la naturalidad y el artificio.
Marte es un autorretrato de Velázquez, que ha salido victorioso de todas las batallas, sin un atisbo de duda. Es un ser tan seguro de sí mismo que no necesita disfrazar su espontaneidad ni actuar ante nosotros. Si el personaje es su pensamiento, ese hombre que representa a un dios está satisfecho con su vida. ¿Te lo crees?