“Vamos a dar una vuelta”. David se levanta, sale de su casa en Mulholland Drive (Los Ángeles), que es un poco su obra, y se sube a su Mercedes rojo descapotable. A Hockney no le asustan los colores. Lleva su gorra blanca, claro, se ajusta un fular al cuello, llama a Stanley, su teckel al que ha retratado varias veces, que salta sobre sus rodillas, y sale lentamente a recorrer la carretera de los cañones. Como está muy sordo tiende a hablar mucho para llenar el vacío. El coche de David Hockney (Bradford, Inglaterra, 1937), el artista británico vivo más importante, tiene un equipo de sonido de lujo. Suena Bernstein, Strauss y Gershwin a todo trapo.
“Le he pedido a dios que se encargue de la iluminación. ¿A que lo he hecho bien?”, comenta exultante el pintor a su galerista, Jean Frémon (París, 1946), dueño de la Galería Lelong, con sede en París y Nueva York. El sol de poniente se ha fijado sobre el mar, al final de Sunset Boulevard, por encima de los acantilados de Pacific Palisades. Ha perdido el oído, pero todavía tiene la mirada. Y la necesidad de hacerlo todo grande. Siempre grande, cuanto más grande, mejor. Para Hockney es una obsesión: “Bigger, always bigger”.
Nada de “menos es más”. Nada de minimalismo. Todo megalomanía. David Hockney lo traduce todo a cinemascope. Le gusta ver grande y obra en consecuencia. The Gate, una vista desde la puerta del estudio hacia casa, es inmenso. Frémon recuerda a una señora bajita que llamó a la puerta de su despacho, tras ver el cuadro en una exposición hace 15 años. Nunca había comprado una obra tan grande y tan cara.
La señora le dijo al marchante: “Es una locura, pero no puedo hacer otra cosa, vamos a llamar a mi banquero, ya verá usted como dice que me he vuelto loca, pero tendrá que hacer lo que yo le diga, voy a ponerle con él, usted sólo tendrá que darle su número de cuenta y el precio, ya verá, se va a ahogar”. Tuvo una corazonada y nada la paró.
Una serie interminable
Frémon cuenta sus encuentros con Hockney en Love Life, que publica ahora la editorial Elba, haciendo coincidir la salida de este íntimo dietario con la exposición del Museo Guggenheim David Hockney. 82 retratos y un bodegón (hasta el 25 de febrero). Han pasado seis años de la exposición de paisajes que colgó en el museo de Bilbao, que se convirtió en la más visitada de 2012, y regresa con lo que hizo después: ochenta y dos retratos. Iba a ser un año, pero lleva varios y parece que no acabará. Porque es infinito, irónico, divertido e incansable. Inmortal.
Hockney, en el retrato, está en su salsa. Y en esta galería especialmente, porque se autorretrata. Él está en la mirada del retratado, en su postura, en sus colores, en sus amigos. Es un pintor y narrador, que recrea el paso del tiempo. De su tiempo. Todos del mismo formato, vertical, de alrededor de 122 x 91 centímetros. Retratos de cuerpo entero, sentados en una silla montada en un estrado, ante una cortina azul y sobre una alfombra verde. El personaje se sienta ahí, como quiera presentarse. Hockney marca con carboncillo el lugar de los pies, para retomar la postura original en la siguiente sesión. En tres días los tiene hechos.
El pintor no está en el estrado. Tiene el caballete abajo a la derecha. El punto de vista es algo más bajo. Hockney trabaja de pie, con ochenta años. Entre las decenas de retratados, Celia y Maurice Payne, probablemente la persona a la que más ha pintado en su vida. Y entre todos, el retrato de Barry Humphries: pantalones rosas, chaqueta azul, camisa blanca, corbata roja y sombrero calado. Se ha vestido para la ocasión, descaradamente. No es el único.
En la galería de la humanidad normalizada por Hockney sólo hay un niño, es el hijo de Tacita Dean. La artista británica había ido a visitarle con Rufus y Hockney encontró en el niño a su versión infantil. Así que decidió pintarlo. Ochenta retratos, ochenta versiones de sí mismo. Es una autobiografía descompuesta en la mirada de otros tantos. Su ausencia es muy llamativa.
A J.P. lo ha congelado con la cabeza en las manos. Su ayudante Dominic Elliott había muerto accidentalmente y la noticia lo conmocionó. Al encontrarse a J.P. en aquella postura comprendió que estaba expresando su propio dolor. Y decidió pintarlo. J.P. doliente inaugura la secuencia, asfixiantemente masculina, y es el único retrato distinto al resto. De hecho, ni siquiera se encuentra en la misma estancia que los demás, pero ha decidido incluirlo por motivos emocionales.
Rembrandt, al fondo
Cada uno de ellos está fechado con el calendario en el título del lienzo. Todos están a punto de desbordar los límites espaciales en los que han sido recluidos. No son planos, no están atados. Brotan de los dos planos. El artista admitió, antes de colgarlos por primera vez en la Royal Academy, que con el fondo y el suelo iba muy rápido, y aprovechaba el tiempo que se ahorraba en estas partes para trabajar más en la figura. Trataba de hacer lo que su maestro, Rembrandt: mover la mano, la muñeca, el antebrazo y el brazo a toda velocidad. El resultado es tan memorable como sus paisajes. Hockney no se confunde, Hockney no se olvida. Ni siquiera con el iPad.
A Hockney no le interesa la exactitud, pero sí la fidelidad. De una de las retratadas, Dominique Deroche, escribe: "Dominique fue la secretaria de Yves Saint Laurent durante mucho tiempo. Ella no es exactamente así. Aquí está fantástica. Creo que capté parte de ella, pero falta otra parte".
“Los famosos están hechos para la fotografía. Yo no hago famosos; la fotografía, sí. Mis famosos son mis amigos. Yo he dejado claro que este asunto de la fama es quizá la última víctima moribunda de los medios de comunicación de masas”, cuenta el propio Hockney en una entrevista incluida en el catálogo. Por ahí también aparecen John Baldessari, Frank Gehry, Larry Gagosian y Benedikt Taschen. Y Doris Velasco, "me lleva la casa". Entre tanta cara y tanto cuerpo, de repente, una banana. Un día David tenía cita con un modelo que no pudo ir. Todo estaba preparado y el pintor quería pintar. Tenía que pintar. Así que depositó el plátano en la silla donde debía estar el retratado y lo pintó.