¿Alguna vez se han preguntado cuál fue la primera escultura colocada en la calle tras enterrar la dictadura? ¿Cuál fue esa estatua que rompió con la imposición de difundir los predicamentos franquistas? Cuatro décadas después, las ciudades españolas se enfrentan al proceso definitivo del borrado de Franco y los suyos, con tantos años de retraso como aciertos y fallos en el proceso. Pero, ¿cómo fue ese día en que todo dejó de ser como había sido durante cuarenta años de dictadura?
En Madrid, la democracia se inauguró el 2 de septiembre de 1978, dos meses antes de que el Congreso de los Diputados aprobara la Constitución española y cuatro antes de ser ratificada en referéndum por el pueblo. Aquel día se cerró con una fiesta bajo el puente que cruza la Castellana -entonces todavía Avenida del Generalísimo- y une los distritos de Chamberí con Salamanca. Fue una cita espontánea: decenas de personas se reunieron para aplaudir la muerte de la arbitrariedad de la dictadura. Esa noche se instalaba una escultura prohibida y perseguida por el régimen durante seis años. Era la primera obra de la democracia.
Un camión trajo desde la Fundación Joan Miró, en Barcelona, la pieza de hormigón de seis toneladas de Eduardo Chillida (1924-2002), donde dormía a la espera del levantamiento del veto. Desde ese día de 1978 cuelga anclada a la estructura del puente diseñado por José Antonio Fernández Ordóñez y Julio Martínez Calzón. El sitio para el que había sido concebida.
“Todos los escultores del museo estaban allí. Vivimos un torrente de afecto, porque sabíamos que estábamos haciendo algo importante”, cuenta a este periódico Julio Martínez, que peleó junto a su compañero por el regreso de la que se conoce con el sobrenombre de Sirena varada. No fue fácil, pero la obra de Chillida voló y se elevó contra la injusticia: dos monolíticos bloques de hormigón se buscan, se encuentran y se abrazan en este museo municipal, doméstico, abierto y libre de totalitarismos. Y tan resistente como la humilde y noble mole. Porque la nobleza de los materiales no está en la riqueza del material. No fue fácil.
Todo menos libertad
El proyecto de los dos ingenieros de menos de cuarenta años se había aprobado en 1968, el puente se inauguró el año siguiente y en 1972 estaba prevista la apertura del primer museo de escultura al aire libre del mundo. Pero no.
Chillida era un referente internacional en los años setenta, pero España lo rechaza. Creía el régimen que lo que no se nombra no existe. Chillida era vasco y antifranquista, inaceptable para tipos de la altura de Carlos Arias Navarro, alcalde de Madrid desde 1965 a 1973 y ministro de Gobernación. Por personajes como él Chillida vivía un exilio artístico que lo aislaba de España, olvidado.
Los años setenta fueron más duros que el hormigón. De hecho, en 1975 seguían instalándose monolitos en homenaje a los héroes del Ejército franquista, como el dedicado al capellán de la Legión, el padre Huidrobo.
Después de una trayectoria en la que había abandonado la figuración, en los cincuenta, descubre en la fragua de Hernani, donde nace su primera obra en hierro y abstracta, un camino que ya no abandonaría. Luego vendría la madera, la reflexión sobre el espacio y la materia, el papel de la luz en la escultura y, en los setenta, el hormigón y el acero. Sólo faltaba la libertad, elemento esencial en el taller, en el estudio y en la calle.
Prohibición de la sirena
“A Chillida le molestaba mucho ese título que le había puesto un periodista a su escultura. En realidad se llama Lugar de encuentros III”, cuenta Martínez, recién galardonado por su trayectoria con el Premio Nacional de Ingeniería Civil 2017 y molesto por la escasa repercusión. El bautismo popular de la mole que se abraza surge por la deriva dramática de la pieza, tras la prohibición por sorpresa de Arias Navarro. El alcalde frustró en el último momento -con la escultura de cuerpo presente- su instalación. El Ayuntamiento había pagado la producción de la pieza, pero la fulminaba con la excusa de peligro de derrumbe del puente. Cuarenta años después entendemos que el puente, como España, era capaz de soportarlo todo.
El escultor había pedido ayuda a los dos ingenieros para que le enseñaran los secretos del material: era la primera vez que Chillida trabajaba con el hormigón armado. Tras semanas de trabajo, la escultura había llegado al puente en mayo de 1972. Estaba depositada sobre unas tablas. “Teníamos apalabrada la hora de levantarla. Todo estaba preparado para colgarla y entonces llegó la prohibición”, cuenta el ingeniero.
Mentiras franquistas
Arias Navarro no quería ver allí a Chillida. Su creación no le importaba y las autoridades franquistas levantaron una polvareda falsa para enmascarar el motivo real. La explicación que se dio fue que la seguridad del puente no estaba garantizada. “Las razones técnicas eran absurdas”, dice Martínez Calzón. “Yo había hecho la estructura del puente y sabía lo que hacía. Estaba todo comprobado y demostrado. Hubo un intento de tapar las razones políticas. Sin embargo, hoy nadie sabe con certeza por qué lo hizo. El alcalde de Madrid era una muy franquista, con un sentido muy patriota y que la escultura fuera hecha por un escultor vasco no le sentó bien”.
De hecho, en septiembre de 1972, un informe de los ingenieros de la Gerencia de Urbanismo del Ayuntamiento concluía que la seguridad del puente estaba garantizada con la escultura de Chillida. Todos los informes técnicos, a pesar del alcalde, eran favorables. Mientras, la obra se mantenía, varada, sobre un triste andamiaje de madera. En junio, Arias Navarro había ordenado retirar los cables, sin contar con el permiso de los ingenieros directores de la obra ni del artista.
El nacimiento de un símbolo
Allí, con los andamios al aire, estuvo entre mayo de 1972 y abril de 1973, momento en que Chillida -harto- decide donar la escultura a su amigo Joan Miró (1893-1983), para que viviera en la futura Fundación del artista catalán. Mientras se construía el edificio de Montjuïc, la pieza llega a la Fundación Maeght (Francia) y se expone colgada del techo de una galería. Miró la ve allí y escribe a Chillida: “Es realmente impresionante, enlaza con las grandes obras de las grandes civilizaciones de la humanidad”.
Es entonces, en su exilio artístico, cuando Lugar de encuentros III se convierte en un símbolo de la resistencia y por la recuperación de la libertad de España. Tras Arias Navarro, negaron la colocación otros dos alcaldes: Miguel Ángel García-Lomas (1973-1976) y Juan de Arespacochaga, procurador de las Cortes franquistas y alcalde de 1976 a 1978.
Y como los motivos seguían sin aclararse años después, Francisco Umbral escribe una columna contra Arespacochaga, “el último alcalde -esperemos- de una larga dinastía de alcaldes absolutistas, feudales, señores de horca y chanchullo”. El escritor remata el artículo cargado de ironía al señalar los motivos políticos de los alcaldes franquistas contra el arte de Chillida: “Sea como sea hay que exterminar esa mole que a lo mejor es un caballo de Troya euskadi y está por dentro lleno de etarras y abertzales”.
“Fue un asunto político, no se quería poner. No consideraban adecuado que se colocara una obra de Chillida en Madrid”, cuenta Luis Chillida, hijo del escultor. “Por ser un artista vasco y no ser un artista del régimen. En esos años toda la obra de mi padre estaba en el extranjero. Esa es la primera obra suya que se coloca en España”.
La denuncia Miró
Joan Miró denuncia la censura contra su compañero y decide no ceder al museo al aire libre la obra Mère Ubú hasta que no se levante el veto contra Eduardo Chillida. Esta postura termina de llenar los tanques de la escultura de combustible en alto contenido simbólico. “No la quisieron colgar porque mi abuelo y Eduardo apoyaban la liberación de los represaliados políticos”, explica a este periódico Joan Punyet Miró, nieto del artista.
El pintor y escultor se había encerrado en el monasterio de Montserrat, en 1970, contra el proceso de Burgos, junto con cerca de 300 intelectuales y artistas, y cuando los ingenieros le llamaron para formar parte de los seleccionados al museo al aire libre pensó en hacer una alusión a la madre del dictador, inspirada en la obra de Alfred Jarry, Ubú rey. Otra escultura determinante en la resistencia antifranquista y en la transición simbólica hacia la democracia. La escultura fue la última en incorporarse al museo, inmediatamente después de colocarse la de Chillida.
“Es una parodia de la madre de Franco y contra el totalitarismo”, cuenta su nieto sobre Mère Ubú. “Pero nunca la entendieron. Mucha gente ve a Miró como un artista infantil y trivial, incluso esta escultura puede parecer muy contenida, pero es muy provocadora. Mira esa enorme vagina abierta y esos pechos en punta”. La figura de bronce es una sugerencia antropomórfica entre mujer y pájaro, de caracteres primitivos y rotundidad expresionista.
La escultura era la primera obra que podía verse de Miró en Madrid. Inaudito. Ya había expuesto en el Grand Palais, en París. De hecho, la colocación de la pieza en 1978 coincide con la inauguración de la primera exposición que se le hace en España. El Museo Español de Arte Contemporáneo (MEAC, hoy desaparecido) recorrió su trayectoria y acabó con el tabú. Mère Ubú es un símbolo de la actividad que Miró mantuvo contra Franco desde el interior. “Pero pagó muy caro el peaje de estar en España desde 1941 y no en el exilio, como Alberti o Picasso. Eso fue leído por algunos como si fuera un colaboracionista, pero él trato de fomentar la libertad democrática y artística”, cuenta Joan Punyet Miró, para quien su abuelo actuó como artista como “un comando de guerrilla”.
La belleza y el riesgo
“Fue una aventura muy bella”, cuenta Julio Martínez Calzón. Una aventura bella y arriesgada, porque planteaba un espacio de libertad sobre la marca del Generalísimo. Seleccionaron a los artistas que tendrían obra en la calle, no se lo dijeron al Ayutamiento y entre ellos no había franquistas declarados. Gustavo Torner, Francisco Sobrino, Rafael León, Eusebio Sempere, Amadeo Gabino, José María Subirach, Alberto Sánchez, Palazuelo, Manuel Rivera, Marcel Martí, Chillida, Miró y ni una mujer, aunque habían pensado en Alicia Penalba.
“Los tres [junto a los ingenieros, el artista Eusebio Sempere] hicimos la selección, porque, modestamente, entendíamos un huevo. Éramos muy aficionados al arte”, recuerda el ingeniero con humor aquellos días difíciles. “No intentamos provocar, pero sí fue una manifestación que pretendía que a los artistas se les reconociera por su calidad, al margen de sus filiaciones ideológicas”.
El ataque a la libertad de expresión se prolongó durante seis años, imponiendo la autoridad sobre una memoria que pedía democracia. Pero este parque escultórico público había nacido para ser libre. Por primera vez se ideaba una escultura no impuesta por la voluntad política, sino por la calidad artística. En este caso, no era la autoridad la que decidía el público reconocimiento del homenajeado, sino la propia sociedad. Y eso costó aceptarlo.
Conquistar el espacio público
De hecho, entre los ataques más viscerales contra Lugar de encuentros III o La sirena varada destacan los de un cronista oficial de la Villa de Madrid, que en 1978 aseguró a EFE que la escultura era “una birria”. Federico Carlos Sainz de Robles se llamaba y en mayo de 1978 deseaba que “eso nunca se cuelgue en Madrid”. Y su opinión se extendía a Miró también: “Si no traemos la obra de Chillida nos libramos de paso de la de Miró. El nuestro es un país de papanatas donde nadie se atreve a decir que un pintor genial como Picasso ha hecho también muchas tonterías. Entre ellas está el Guernica, que, por mí, pueden quedárselo los americanos”. Afortunadamente, el nuevo alcalde José Luis Álvarez y Álvarez acabó con La sirena varada y devolvió a la vida el Lugar de encuentros III.
No fue fácil colonizar el espacio público, reconquistar la calle. Apartar la memoria impuesta por el franquismo es una tarea pendiente aún hoy. “Hay que colonizar el vacío y poblarlo de figuras dominantes y sagradas”, le escribe Gabriel Celaya a Chillida, en homenaje a sus 75 años. El poeta vasco enfrenta en sus versos el trabajo de taller con el de estudio, los cálculos frente a la casualidad. Vemos a Eduardo Chillida golpear y sudar, sudar y pensar, mientras trata de reconciliarse el caos. A eso se dedicó el artista durante más de cinco décadas, a colonizar el espacio público. A dar un paso hacia lo desconocido para que la obra no nazca muerta.