Hace unos días un amigo entró en un bazar chino -loquepasódespuéstesorprenderáhazclickaquí- y se sorprendió al ver lo que había cerca del mostrador. Eran unas pequeñas cajas con una imagen algo anticuada y que, casi con certeza, no respetaba derechos de autor. Una imagen que le sobresaltó. En una décima de segundo le inundó un borbotón mental muy parecido a un susurro del sistema nervioso central que decía: “cómo se pasan”.
Inmediatamente después, su cabeza sufrió una descarga de culpa, estupidez y vergüenza: en esas cajitas de cartón barato y mal impreso se veía a una niña de unos cinco años, brazos en alto y sonriente llevando unicamente unas bragas blancas. Ropa de mala calidad, probablemente, a un precio por debajo de lo sensato, medioambiental y laboralmente permisible, pero que no engañaba en lo que contenía, un artículo de primera necesidad que empleaba la forma más sencilla de definir lo que había en la caja: ropa interior para niñas de unos cinco años.
Un poco más allá se encontraban apiladas otras cajas con la imagen de un niño de edad parecida en calzoncillos, blancos también. He de decir que mi amigo no es el ejemplo enciclopédico de corrección política, nada mojigato y con los pies en la tierra más que cualquiera de mis otros amigos de la infancia. Al día siguiente me contó todo esto con la naturalidad del que, durante unos instantes, se había visto sustraído por la actual escalada de hipocondría moral en la que vivimos.
El caso del Rottweiler
Ese gesto instintivo de sorpresa y culpa, producto del ambiente de eterna sospecha ante todo, que había permeado más abajo de su neocórtex, para instalarse casi como un reflejo condicionado. Meditamos unos instantes, en realidad dejamos la mente en blanco durante un par de segundos de silencio para pasar a otra secuencia de la vida cotidiana. Ahí quedó todo. La anécdota tenía algo que indicaba que podía elevarse a categoría. No le dimos más vueltas.
Días después, de vuelta a casa, me encontré con el paseador de perros del barrio que, fuera del horario laboral, estaba apoyado en un banco junto a su perro: un enorme Rottweiler negromarrónazulado que impresiona por su vitalidad, su enorme cabeza y sus músculos. Campeón canino de su raza a nivel nacional. Sombra impresionante. Según me acercaba, me vino la imagen de tan poderoso animal junto a un/a joven blanco/a como un mármol berniniano.
Aquello podía ser una foto, una serie de fotos, un posible punctum. Convenimos vernos dos días después en el estudio. Yo buscaría la figura humana de la composición entre amigos, conocidos y relaciones virtuales. Caí en que la hija de una conocida hacía ocasionalmente de modelo infantil, ojos claros, unos once años y pelo ondulado que podría ser el contraste perfecto al enorme can. Hablamos y cerramos la fecha de la sesión.
Ese mismo sábado.
Malas influencias
La niña parecía un poco intimidada al principio por el tamaño del campeón de belleza canina, pero se calmó al ver su docilidad. Disponíamos de un par de cambios de ropa, un pijama con pantalón corto y una camiseta blanca calada. El fondo obscuro lleno de texturas pedía, me pedía, algo más neutro que armonizase con la paleta cromática del perro, la madera y el suelo. La madre se quitó la camiseta negra sin mangas que llevaba y que le llegaba a la niña casi hasta la rodilla. Aquello nos pareció bien a todos. A la madre, a la niña, al cuidador e incluso me atrevería a afirmar que, al propio perro.
Hicimos las fotos. Pasamos un par de horas relajadas, viendo como se comportaba el animal, haciendo preguntas sobre su dieta y costumbres, hablando del tiempo y de asuntos sin importancia. Edité las fotos. Estaba contento con el resultado y se las envié a la madre. También le gustaron, elogió mi saber y gobierno y mi vanidad quedó satisfecha.
Le gustaron. Al día siguiente ya no. Me dijo que se las había mostrado a una amiga, directora de una conocida revista y que ésta le había remarcado el claro carácter de apología de la pederastia, de la cosificación de la niña, de lo turbio, en fin, de esas imágenes que habían salido de mi. Me preocupé. Me preocupé mucho ¿Realmente tenía yo aquello escondido en el subconsciente y había emergido en esas imágenes?
No hay tanta venda
Siempre me han gustado las mujeres mayores que yo. Recuerdo incluso que con 22 años salí corriendo de una cita porque supe que ella había cumplido dieciocho hacía apenas un par de semanas. Tengo la suerte -últimamente me he dado cuenta que es una suerte- de no excitarme ni mirar con ojos distintos a ninguna chica, no sólo prepúber sino adolescente e incluso, insultantemente joven. De lo contrario, me hubiera creado problemas hace años y a día de hoy. Y esto suena a excusa, a explicación, a poner la venda antes de la herida.
No fotografiar, no decir, no bromear, no frivolizar con los menores. Poca broma con los menores. Los mismos a los que se intenta proteger por todos los medios de las malas influencias. Los mismos que tienen un despertar sexual abrupto ante imágenes pornográficas de libre acceso.
Los que practican el sexo mucho antes que nosotros a su edad. Menores a los que preparamos en la escuela no a enfrentarse a la vida sino a protegerse de la vida. Los mismos menores que escuchan letras explícitamente sexuales, machistas, cosificadoras. Y de pronto me di cuenta de algo que, aunque sabía, no había verbalizado en una sociedad libre, la más libre y preparada de toda la historia: hay muchos temas vedados, vetados e incluso posiblemente delictivos.
Disfrutar del arte
¿Se puede representar en una imagen a un niño desnudo, o no, del modo en la que hacían nuestros padres con nosotros? ¿Y a una persona sexualmente desarrollada pero menor de edad? ¿Son posibles las representaciones de ángeles a lo Caravaggio o Murillo, macarras o cursis, respectivamente?
Sé qué puedo hacer sin buscarme demasiados problemas. Y buscar polémicas de baja intensidad con grandes ventajas. Lo irreverente, provocador y rebelde queda constreñido a un paquete perfecto de controversia de parque de atracciones. desdibujar los límites de la identidad sexual, un toque de blasfemia retroalimentada por la carcundia. Puedo criticar la delgadez de las modelos, el machismo subyacente pero tengo que tener un extremo cuidado al fotografiar a menores. Siempre habrá un otro, un tercero dispuesto a ofenderse, a encontrar la falta, la culpa y la vergüenza.
Sé que no podría escribir Lolita aunque tuviera el talento para ello, hacer fotos al estilo de David Hamilton, defender Pepi, Luci, Bom en la que una Alaska quinceañera simula una lluvia dorada. No podría hacerlo sin graves consecuencias, incluso penales.
Afortunadamente, no me gusta esa película y no me gusta David Hamilton pero ¿podría gustarme? ¿Se puede defender en la actualidad la creación de ese tipo de obras de arte? Todos sabemos la respuesta. Hice unas fotos inocentes y obtuve una reacción inquietante que ahondó más la fractura entre lo políticamente correcto y la realidad, el arte y la vida.
*Luis Gaspar es fotógrafo.