La obra de arte más deseada del Museo del Prado es un culo. Muy duro. Y ha amanecido hasta en dos ocasiones con un beso de carmín rojo plantado en las nalgas del Marte que inventó Antonio Cánova hace dos siglos, por encargo del rey inglés Jorge IV. Quería éste celebrar el amor y también la paz. Acababa de derrotar al de siempre, Napoleón. El escudo está caído en el suelo y el dios de la guerra se centra en los labios de su amante. Su esposo Vulcano anda con lío en la fragua y ellos lo van a celebrar.
Los fetichistas empecinados se han acercado un par de veces para dejar el pintalabios sobre la piel marmórea del dios adolescente, como señal de su pasión por el neoclásico o de la ley del deseo. La misma que llevó a aquel copista, en 1857, a duplicar la hoja de parra que cubre el sexo del David de Miguel Ángel. Sólo eso, la parte más sugerente de todas, la que está en contacto con lo que no se ve.
Por supuesto, el gabinete del Museo del Prado niega los asaltos al delicioso trasero esculpido por el círculo cercano al maestro Antonio Cánova. No se sienten cómodos pensando en que un artículo como éste podría provocar un efecto llamada y, de un día para otro, riadas de adoradores del arte sin tapujos acudirían al museo a declarar en un rojo ardiente -cuando el vigilante mirase para otro lado- su idolatría. Porque no es un culo asusta abuelos, es un culo para idolatrar, como escribió Leon Bloy: “La idolatría consiste en preferir lo visible a lo invisible”.
De rezar a desear
Pero este periódico ha podido contrastar el beso con otros trabajadores del museo, que confirman los labios estampados y borrados. La atracción de Marte no es leyenda, porque es una imagen sagrada, divina y profana. Una escultura que demuestra cómo el arte se antepuso a la religión, y la belleza a la devoción. Con obras como la de Antonio Cánova se abandona el rezo por el deseo.
El arte lo aguanta todo, la religión no. Lo confirma una multa de 480 euros. El culo de Marte prueba que el arte religioso es como la música militar. Y algo más: el artista ya no está inspirado en musas divinas. “La misteriosa inspiración de los artistas no hace milagros que no sean artísticos”, señaló en su día el catedrático Ángel González para apuntar que el arte es una religión sin opción a alterar los factores ni el producto.
Neoclásico contra dios
Es fácil, basta con visitar iglesias como si fueran museos y museos como si se tratara de iglesias. En muchas ya cobran, de hecho. Sin miedo a encontrarse con imágenes pecaminosas en lugares santos, sin tratar de evitar la imaginación. Uno va al museo a pecar. Todo el rato y sin asomo de culpa. Porque en un museo lo sagrado y lo profano cuelgan sin aparentes problemas juntos. “La índole entre mágica y artística de muchos de los milagros de Jesús me llevó hace ya tiempo a pensar que el arte fuera muy anterior a la religión, y el arte religioso un producto tardío; o lo que es peor: una chapuza”, volvemos a recordar a González.
Antonio Canova fue hijo y nieto de canteros, aprendió a tallar la piedra antes que a pensar en ella, en eliminar sus defectos y pulirla hasta ahogarla en una perfección de porcelana. Casi decadente. Pero Antonio Canova miró a Grecia y a sus mitos y a sus cuerpos y a sus carnes y a sus pieles y acabó con lo sagrado y con el sacrilegio, y trabajó para regenerar la sociedad, y promovió héroes para la ciencia, la técnica y la filosofía. El neoclasicismo enterraba a dios y despertaba pasiones. Paz, amor, igualdad, libertad y felicidad. Grandes palabras para el hombre ilustrado, grandes propósitos para el escultor que era un hombre de fe y apenas realizó obra religiosa.
El hambre de lo bello
Prefirió el creyente veneciano a los mitos griegos, políticos y sociales. Prefirió su inspiración separar por milímetros a Venus de Marte, para que la brisa de aire que los despega los una en una atracción desbordante, fuente de su calor y de su humedad. Nunca el mármol de Carrara estuvo más caliente, nunca tan suave como unos labios. Canova lo trabaja como si fuera seda. A Marte le encuentras el hueso de la cadera y sus venas si lo acaricias.
Ella lo serena. Hace de su guerra un asunto pasado y menor. Él ha empezado a olvidar ante la posibilidad de besarla. El paño de Venus se va a caer de un momento a otro, pero ellos se muestran serenos, sin gota de exceso, ni perturbación. Arden con calma. Su alma neoclásica los contiene mientras miramos. A solas se vuelven expresionistas y recuperan sus pupilas.
“Lo bello despierta la sed de recomenzar un infinito aparente de repetición”. Lo escribió Paul Valery para referirse a “la sorpresa causada por lo esperado”. Lo bello despierta el hambre de mirar. Por eso el bárbaro y el escandalizado no miran, porque prefieren tapar o taparse. Destruir o censurar.
Esto les sucede a las mujeres retratadas por Luis Jiménez Aranda, en la pintura conservada en la Frick Collection de Pittsburgh. Han sido capturadas en un momento de sorpresa ante lo esperado. El cuadro se titula En el Louvre. Ambas contemplan un joven sátiro en su visita al museo. Madre e hija han sido sorprendidas por la estatua de un desnudo masculino clásico. La madre, hasta arriba de prejuicios, tira de la hija para sacarla de la revelación de la realidad. No quiere permitir la mirada entregada a la sorpresa de lo previsible.
Por un beso de la flaca
El pintalabios “vandálico” del trasero de Marte confirma que la prevención ha sido moderada. Que las mujeres han liberado su mirada. En 1904, en la exposición titulada Lujuria, el comentarista de El Liberal -paradoja- advierte que “no se admiten menores ni doncellas”, como recoge el historiador del arte Carlos Reyero. Una litografía de Daumier muestra el apuro de unas mujeres al pasar por delante de los desnudos exhibidos en el salón de impresionistas, similar al cuadro de Luis Jiménez Aranda.
Marte no es el único que ha recibido los impactos de carmín sobre su piel de mármol. En el Prado hay constancia también en el Cristo yacente (1872) de Agapito Vallmitjana. En la web del museo se puede leer que es una “muestra única de la síntesis entre el sentimiento y la técnica, en el tratamiento de un tema tan del gusto del romanticismo del hombre, la individualidad vencida”. Besos que pusieron en peligro el patrimonio hubo también en el pezón del busto clásico de Antinoo, el último dios del paganismo griego, esculpido sobre mármol por un taller romano en 132.
Las de Marte, el Cristo y el héroe son las marcas de la búsqueda de la felicidad, en el goce de la belleza. Lo explicó Sigmund Freud, en El malestar en la cultura: “El amor sexual nos proporciona la experiencia placentera más poderosa y subyugante, estableciendo así el prototipo de nuestras aspiraciones de felicidad”. El arte es un orgasmo y un beso un discreto capricho.