Ahora paran una pareja de extranjeras. Ellas también quieren la foto junto a las fregonas. Ríen, sonríen y disparan. Son objetos de limpieza, colocados en la pared de una galería. Si en un museo cuesta discernir entre lo que es arte y broma, en ARCO la provocación parece obligatoria. O no. La feria ha perdido color y temperatura y ya sólo sorprende la censura de IFEMA y ARCO.
Una persona que no usa auriculares para hablar por el móvil llega a su altura y pasa de largo. También un camarero con una bandeja con copas de cava, seguido del carro de catering. Es el desayuno de los coleccionistas, que tienen los pasillos de la feria para ellos solos los dos primeros días. Sin público, sin bullicio, sin amantes del arte. Los galeristas fuerzan su mejor cara y su sonrisa más blanca durante estas dos jornadas. Todo lo que tengan que vender ocurrirá entonces, luego llegarán los mirones a molestar.
Así que unas fregonas en medio del glamour y los negocios salta llama la atención. Bueno, también el trabajo de Angela Detanico y Rafael Lain: cinco jarras de cristal con claveles dentro. Han inventado un alfabeto y el número de flores en cada jarra corresponde a una palabra. Aquí se puede leer “DESEO”. Por 4.000 euros te llevas los recipientes y las flores, pero las flores se van a morir y entonces tendrás que comprar nuevas, siempre y cuando sean iguales. Órdenes de los artistas, que también dan la opción de comprar otras jarras si cuadran mejor con tu salón, siempre y cuando sean iguales. Entonces, ¿qué es lo que compras? “La idea”, dice la galerista. “Arte sin obra”, escribe el periodista en su libreta.
Mira, unos girasoles
¿Cuál es la diferencia entre mirar y ver? Cualquiera puede mirar estas fregonas dobladas y no ver más que eso, unas fregonas. Dobladas y rotas. Porque el arte es un espejismo que requiere estar atento en la distracción, dejarse llevar por la atracción a primera vista y ver algo más que lo que se ve. Ver más allá de las apariencias, para descubrir el espejismo. Y jugar. El arte pide al que observa estar abierto a interpretar el mundo a su manera y no a la manera de las cartelas que explican la obra.
¿Y si les dijera que estos mochos del artista Jaime Pitarch (Barcelona, 1963), en realidad, son otra cosa? Son unos mochos, cierto. Pero también son una alegoría a los girasoles de Vincent Van Gogh. ¿Lo ven ya? Claro que los ven. Porque son un icono universal y porque les acabo de avisar de que es la intención del artista, que antes me avisó a mí. “Son girasoles porque giran por el sol. Pero también porque giran sobre el suelo, puede entenderse en catalán también. Es un proyecto conceptual, humorístico y poético”, cuenta a este periódico el autor de la pieza que se vende en la galería Àngels Barcelona, por 14.000 euros.
Arte sin belleza
“Más vale ser atrevido aunque se cometan muchos errores que ser estrecho de mente y demasiado prudente”, dijo el propio Van Gogh. Pitarch lo ha sido -atrevido- y Duchamp tuvo la culpa. Para eso se creó el mito Duchamp, para poder hacer todo lo que se quiera y hacer que todo lo que se quiera hacer sea arte. Porque ni siquiera es necesario que esté bien hecho para que lo veamos como arte (y no como artesanía). El arte -como ocurre en el caso de los mochos doblados- ya no está obligado a producir objetos artesanalmente bellos. Importa el relato.
Es más, el objeto se vuelve secundario ante el relato que emerge, porque crear valores es contar historias. Y la de Pitarch es la siguiente: va a escribir a ocho museos y coleccionistas una carta explicándoles que necesita las fregonas con las que se limpian las salas en las que cuelgan alguna de las versiones de los girasoles del malogrado pintor holandés. Intuye Pitarch que pueden contestarle a favor y mandarle el mocho para incluirlo en su particular vista o negársela. En ese caso, cuenta que se trasladará hasta el museo y se presentará a trabajar como limpiador, para sustraer una de estas herramientas. Todo grabado en vídeo.
Reconocer al trabajador
Todavía no ha mandado las cartas, así que lo que vemos aquí ahora mismo, no es más que una pieza nonata. Es la promesa de algo que será. Y lo que terminará siendo es una denuncia contra la explotación y la precariedad, un llamamiento a reconocer el tareas que desempeñan los trabajadores de la limpieza de los museos, que les toca dejar impolutas las salas del artista más caro de todos.
“Los trabajadores de los museos están desaparecidos y mal pagados”, cuenta Pitarch. Su explotación laboral contrasta con los 75 millones de dólares que pagó Yasuo Goto en 1987 por la segunda versión de los girasoles de Van Gogh (abajo).
“Cuando lees la correspondencia entre Vincent y Theo ves la admiración del pintor por las personas que trabajaban con las manos”, añade. Pero el mito de Van Gogh que hemos construido lo ha devorado todo, hasta la clase trabajadora ha desaparecido de sus referencias. “Pues yo quiero poner sobre la escena la precariedad en esta pieza”.
Hoy, el arte no es nada sin el discurso que la envuelve y la justifica. Quizás una foto graciosa en un pasillo de una de las naves industriales en las que tiene lugar una feria de arte contemporáneo, que no quiere ser tan contemporánea. De ahí que el artista sea el superviviente del naufragio de la belleza. Ya no importa si en bonito, importa si es bueno.
Contra la costumbre
“Lo que hace el Artista Contemporáneo es agregar una pequeña fracción de 0,01 % al 99,9 % que cubrió Duchamp. Pero ese mínimo justamente por ser un mínimo, deja mucho espacio libre para seguir haciendo”, escribe César Aira, en Sobre el arte contemporáneo (Literatura Random House). Pero algo muy parecido hizo Van Gogh, que nunca se entregó al confort de lo aprendido y trabajó contra la fuerza de las costumbres. Esto no son fregonas. Tampoco una pipa. Pero te está preguntando si te atreves a preguntar.
Si Van Gogh mató los colores y les perdonó la vida, si quería provocar un incendio de la vida corriente y mostrar la naturaleza desde la atalaya de su temperamento, sin ataduras, por qué no estas fregonas tronchadas a la espera de las buenas. Rafael Sánchez Ferlosio lo resume de esta manera: “Resistámonos con todas nuestras fuerzas a acostumbrarnos a ninguna cosa”, para que la costumbre no convierta la vigilia en siesta. Ni nos confiemos a los hechos consumados.