Hay un puestecillo de perritos calientes a las faldas del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, por si algún voyeur conserva el apetito después de tanta belleza acalórica, después de tanto stendhalazo cosido a la boca del estómago: muchos salen devastados por la puerta, reventando de memoria, sudando civilización antigua. Un niño diminuto carga su bloc y sus pinturas. Viene de versionar sus obras favoritas, agarrado de la mano de su madre, como ese Picasso al que le costó toda la vida aprender a pintar como un crío. El adolescente pálido sale más contrariado: al cabo de tres o cuatro horas recorriendo galerías, uno entiende que el ADN pesa, que trae retentivas atávicas, que uno es también todos esos hombres y mujeres que llegaron antes: pero el chico cura rápido esa idea con la feliz liviandad de las patatas con ketchup.
Hace sol -por fin- en esta ciudad que no espera a nadie. Un artista negro toca el saxo en la acera, con garbo infinito. Es el legítimo influencer de la Quinta Avenida: al terminar cada tema da una vuelta sobre sí mismo, en silencioso homenaje a Michael Jackson, y los jóvenes jalean desde las escaleras del museo, recordando que se merecen la alegría. Ahora hay quien dice que no está bien mover los pies como Jackson por si eso supone un guiño a su turbio imaginario pedófilo. Es un debate que sangra como una herida abierta y que también ha golpeado al museo. Pocos metros más allá descansa la obra del pintor Balthus, pero quizá sólo por ahora: hace poco, una ciudadana neoyorquina recogía más de 10.000 firmas para que el MET retirase el cuadro Thérèse Dreaming (1938): ahí una niña de 13 años recostada en una silla, con la ropa interior al aire. Los ofendidos tildaron la obra de “sexualmente sugerente” y la pinacoteca respondió que prefería debatir a censurar.
Decía Wilde que no hay obras de arte inmorales, sólo obras que muestran al mundo su propia vergüenza. Las ninfas como musas han dejado de ser un recurso aplaudido. Ésas de las que hablaba Umbral, también censurable en 2018: “Eras un ángel vicioso en las tardes peores (…) Ah, niña de Versalles celebrando los cuerpos”. El triunfo de lo pacato llegó a Europa y acabó descafeinando a Balthus en la Fundación Mapfre, a principios de este año, en la muestra que lo vinculaba con Derain y Giacometti, recortando su potencia, sus oscuridades. Pero hoy el lienzo de la polémica sigue expuesto en la planta baja del MET: Thérèse persiste en su gesto turbado -párpados abajo-, en sus manos sobre la cabeza, en sus piernas libres. No piensa comportarse, no piensa unir las rodillas -como dice el protocolo que deben hacer las señoritas- porque está en su casa -el arte-, el único paraíso que escapa ya a las leyes humanas. Su enigmática incorrección lanza destellos en medio de la sala.
Me acerco a contemplarla. A mi lado hay un anciano y una chica joven: cada uno le vuelca a Thérèse una mirada. ¿Será reprobable, la niña, para todos, si cada uno entrega a la imagen su propia fantasía, su propia experiencia? Balthus insiste, y muy cerca está también esa obra bautizada como Thérèse a secas (1938): ahora la cría mira al pintor con los ojos vacuos y los labios apretados. Cruza la pierna, contrae los tendones, camufla las bragas. Es hermosa e inquietante: parece estar habitada por pájaros negros. Está creciendo y eso duele. Nadie nace mujer, aseveraba Beauvoir, se llega a serlo; pero qué confusa la metamorfosis, qué pírrica la victoria.
Desnudos "pornográficos" y vello púbico
Al que guste de regodearse en la ofensa debe continuar dándose un por el MET, una vez cabreado ya con la cuestión Balthus. En la sala de al lado está The Eternally Obvius, de René Magritte (1948): la desnudez de una mujer diseccionada, pezones firmes y vulva poblada mediante. Facebook se lo tomaría mal. Reino Unido y Alemania también, ahora que han censurado la obra de Egon Schiele por “pornográfica”. El pintor expresionista ha sido castrado en su propio homenaje: la mirada puritana consiguió que los genitales de sus cuadros fuesen cubiertos en carteles de edificios y vallas publicitarias. Ni siquiera la Libertad guiando al pueblo está hoy libre de este escrutinio.
Camino y encuentro a Marthe en cueros, reflejada en un espejo, apoyando los pies en las baldosas -es María Boursin, a quien Bonnard conoció en 1893 y con quien se casó en 1925-: After the Bath (1910). Y el Reclining Nude de Modigliani (1917), influenciado por las representaciones del Renacimiento italiano de las Venus y otras figuras femeninas idealizadas. Pero el artista da una vuelta de tuerca y muestra a la modelo despojada del recato del siglo XIX, cuando “el desnudo femenino se refugiaba aún en la mitología o la alegoría, sin apoyarse en ningún contexto, sólo dejando brillar su erotismo”: ahí los pechos de la modelo esparciéndose, la cadera erguida, prometedora, los brazos tras la cabeza, desprejuiciados, dejando ver el vello oscuro en las axilas. Hoy arde Instagram día sí día también cuando a alguna mujer le da por fotografiarse la piel en la verdad del pelo.
Esta periodista topa con The Dreamer (1932), de Picasso: ahí el malagueño retrata en su estilo a su musa y amante Marie-Thérèse Walter, a quien conoció cuando ella tenía 17 años y él 45: esta diferencia de edad ya escandaliza a muchos. En la obra exagera sus curvas para mimetizar su figura con las antiguas Venus de la fertilidad. El MET se ha visto envuelto en otra encrucijada protagonizada por el propio pintor abstracto, esta vez bien acompañado. Ahora que andan preparando la exposición Obsession: nudes by Klimt, Schiele and Picasso, los responsables se plantean seguir la doctrina del Fine Arts Museum de Boston, que cambió los carteles de su muestra para incluir los cargos de violación y abuso sexual de Schiele.
¿Deben incluir también las acusaciones de misoginia a Picasso? ¿Ha de informarse al visitante de la trayectoria vital de cada artista? ¿En qué medida afecta al visionado de la obra en concreto? ¿Realmente el contexto personal en el que fue concebida es independiente, o subrayarlo enriquece su comprensión? Hay sectores del movimiento feminista que aportan algo interesante a este debate: sin apelar a la censura, apoyan la revisión crítica de la cultura desde la perspectiva de la igualdad, recordando que, por ejemplo, en todas las universidades del mundo se enseña Teoría Literaria, una asignatura que deconstruye grandes obras desde el marxismo, el psicoanálisis, el neoliberalismo… ¿por qué no analizar ahora el arte desde una perspectiva feminista?
La amazona violada
La obra The Dreamer del polémico Picasso entronca con una de las primeras figuras que el visitante del MET contempla al llegar -si comienza su recorrido por la zona destinada al arte griego y romano-: ahí Marble female figure, de finales del neolítico. Un cuerpo de mujer sin cabeza tallado en piedra. Las caderas anchas, los brazos sin definir, las piernas robustas y los senos colgando con pesadez. Representa, de nuevo, la maternidad, la fertilidad: dones ahora hipersexualizados por la plataforma de Mark Zuckerberg, que hace poco retiró la imagen de la Venus de Willendorf por considerarla “pornográfica”. El arte, cada vez más, resulta “contenido inapropiado”.
Un poco más adelante, otra fascinante mujer de mármol desgarrará sensibilidades: no sólo por el pecho desnudo que le sobresale de la túnica, sino por el significado del que goza en sí misma. Se trata de la estatua de una amazona herida. Es una escultura romana -pero inspirada en una escultura griega más antigua -ubicada entre el siglo I y II después de Cristo. Era una de esas guerreras míticas de Asia Menor que luchaban contra héroes como Hércules o Aquiles, pero también acababan siendo amadas por ellos.
“Aquí tenemos a una valiente y hermosa enemiga”, me retumba la audioguía al oído. La amazona sangra bajo el pecho derecho, pero no muestra signos de dolor o fatiga. Ha perdido el cinturón. Me chiva el pinganillo que Hércules le arrebató el suyo a la amazona Hipólita: eso representaba la pérdida de la castidad de la hembra. Pero aquí, en la versión romana, la carencia de cinturón significa que ha sido violada: este dato chirriará a esa corriente que señala que en los museos son peligrosos en cuanto que se hace apología de la violencia de género y de la agresión contra la mujer. ¿Será mejor invisibilizarlo?
La mujer que fue faraón
Mejor que no pasen a la siguiente sala, rebosante de Afroditas como dios las trajo al mundo. Proliferaron durante el periodo helenístico. Una de las más sugerentes es, precisamente, la que juega a taparse los pechos y el pubis “en un gesto que tanto oculta como acentúa su sexualidad”. Los colegiales se reúnen a su alrededor a observarla y a tomar notas, con cierta devoción. Ellos saben bien que su belleza eterna no cabe hoy en las redes sociales.
Hay otros guiños históricos que tampoco tolerarían los neoyorquinos más biempensantes. Como esa tapa de sarcófago con una pareja reclinada que data del año 220 después de Cristo. Él representa al dios del agua y ella a la diosa de la tierra. Pero aquí el quid de la cuestión: mientras que el rostro de él está perfectamente dibujado, el de ella no es más que una masa borrosa, inexacta. Él tiene identidad, ella no es nadie. Según me cuenta la guía, puede deberse a que él murió antes que su esposa y nadie agregó el rostro de la mujer una vez hubo fallecido ella. Así se la dota de insignificancia, se la objetiza. Pudo haber sido cualquiera, como si la mujer fuese un ente intercambiable.
Ojo a la impactante sala dedicada a Hatshepsut, la faraona mujer de la dinastía XVIII de Egipto. Uno llega allí y se pregunta: ¿dónde está la reina? Con esa mirada marcada por el género no la encontrará. Aunque durante la primera parte de su regencia se hacía representar como mujer, pronto cambió su iconografía y pasó a llamarse a sí misma “rey” y a ser adorada como a un hombre, confirmando esa tesis patriarcal que asegura los puestos de poder a los hombres e impulsa a las mujeres a ejercer un liderazgo masculino para hacerse respetar. Pero qué decimos: estamos hablando del año 1.500 antes de Cristo y aún eso no ha cambiado.
El virus de la corrección política ha comenzado atacando al MET por Balthus y por Egon Schiele, pero la irascibilidad de los tiempos se antoja imparable y acabará expandiéndose por las galerías. Se firmarán -más- peticiones de retirada de obras. Se replanteará -cada vez con más ahínco y temor- cómo presentar las nuevas exposiciones para que no se arme el zafarrancho. Quizá un día se prescinda de ciertos artistas o de algunas de sus obras. Las que más escuecen. Los ofendidos retorcerán más y más la tuerca, desalojando salas, hasta la extenuación. Tienen trabajo: el único MET que no molesta es el que está vacío.