El almuerzo consta de dos huevos, riñones, pescado y un bistec, postre y café. “Todo me lo como, la cena o comida es por estilo y rebaño los platos. Así que excepción del desgaste de mi trabajo, lo demás lo guardo y de seguir así no me extrañaría engordase. Dicen todos que estoy más grueso, me parece pronto para tal afirmación”. Noviembre de 1907, Sorolla escribe a Clotilde sobre su producción en Valencia. “He terminado otro cuadrito y van tres”. Su mujer le espera en Madrid, donde viven desde hace años.
El pintor acude a la costa mediterránea a recabar motivos para los cuadros que mejor coloca en el mercado. Ni siquiera es verano, pero no puede parar la producción y lo dispone todo para no perder el tiempo: “Esta mañana he encargado para la siguiente que me pongan dos barcas con sus velas en el mar para dar principio a un cuadro que tenga importancia, aunque éste dure su pintura 20 días”. Los coleccionistas quieren sus marinas y sus orillas y él va a buscarlas a Valencia. Pero podría ser cualquier otro puerto.
Un año antes, en 1906, escribe, también desde Valencia, a su mujer y le reconoce que se arrepiente de vivir en Madrid y no a la orilla del mar. Ni siquiera habla del Mediterráneo: “¡Sería tan hermoso estar bien instalados junto a un puerto!”. Un puerto. Sorolla no necesita el Mediterráneo para ser Sorolla. Sólo depende de él para vivir (bien), a pesar del relato oficial que ha construido a un Sorolla enamorado y orgulloso del Mediterráneo, apegado a sus raíces, a pesar de que con veinte años ya ha abandonado Valencia para estudiar en Roma y París.
Lejos de España
El Mediterráneo es el medio para conseguir su fin: triunfar lejos de España. “Tú ya comprendes mi deseo cuál es, abrirme camino fuera de España”, escribe el pintor a su amigo Pedro Gil, en 1893, año en el que presenta por primera vez obra al Salón de París (premiado con la Tercera Medalla). Para lograrlo Sorolla ha entendido en ese momento que necesita playas en las que ocurran cosas. Llega a Cádiz y no las encuentra, pero sólo en Valencia tiene contactos para que le monten el escenario. En 1900 ya es hijo predilecto de la ciudad y tiene una calle a su nombre.
Ese mismo año acude a la Exposición Universal de París. “Por la tarde me di un buen atracón de pintura, visité todas las naciones excepto Francia, que la dejo para mañana”. Sorolla escribe a Clotilde el 16 de julio. Le dice que Triste herencia está gustando mucho, pero que a él la pintura que le gusta es Comiendo en la barca. Le explica a Clotilde que no ha trabajado lo suficiente, que no está satisfecho con el resultado de sus cuadros. Es tan exigente como atento al trabajo de los demás y le dice a su mujer que quiere mirar con detenimiento al resto para seguir aprendiendo. Dice que “algo útil saldrá” de examinar toda la pintura.
Instinto comercial
Pero reconoce que nada le ha parecido “apabullante”. Y sin embargo esta cita es un hito en su trayectoria. Manda seis cuadros que sabe que van a gustar, dada su habilidad para satisfacer los gustos del mercado. La jugada le sale perfecta, porque pinta madres infanticidas, pescadores en plena labor, prostitución, dramas infantiles, retratos íntimos de las clases más desfavorecidas. El drama social está en pleno auge. El naturalismo lo ha aupado y Sorolla cuenta con rigor compositivo, pincelada suelta y segura, encuadres fotográficos y un colorido atrevido. Ha aprendido bien en los últimos 15 años el nuevo idioma estético, el primer lenguaje plástico sin fronteras.
El naturalismo es la culminación de una globalización pictórica que, por primera vez, no se identifica con un país o una región. En París se cuece una comuna global de inspiración internacional, en la que un tumulto de pintores aprenden y comparten el nuevo relato estético imparable gracias al dinero de los coleccionistas, al Salon des Artistes Français y a su popularidad. El naturalismo triunfa. Y muere rápido.
Ver la luz
Señalado como el último eslabón de la pintura tradicional antes de la irrupción de las Vanguardias, los artistas naturalistas quedarán estigmatizados para la historia y los historiadores como los paletos costumbristas, incapaces de un atisbo de genialidad propia que cuestionara la propia pintura. El naturalismo fue castigado por parecer un arte atrasado. Sin embargo, el naturalismo fue un estado emocional, una comunión babilónica con una amalgama de influencias que llegan (y parten) a Velázquez.
Sorolla es valenciano o mediterráneo en lo superficial, porque fue hijo de la modernidad globalizada. Un pintor sin fronteras, que con señas propias de su recorrido geográfico exhibió una intención compartida: el gusto por la luz y la vitalidad. Sorolla podría haber sido Sorolla en Le Havre, en Normandía, y fue Sorolla mientras estuvo en Segovia, Granada, Madrid o Nueva York. No necesita un lugar, unos tipos o una luz especial. Sorolla no necesita a Valencia para ser Sorolla, pero a Valencia le vino muy bien para edificar un arquetipo turístico.
De hecho, Sorolla podría ser danés. Era hábil para pintar al aire libre (y a velocidad supersónica) y también para asimilar. En 1900 ese “algo útil saldrá” que le cuenta a Clotilde se concreta en su transformación en un pintor mucho más amable, más recreativo y ocioso. Renuncia al drama para ser más cosmopolita y sofisticado. Como los daneses. Cuenta a Clotilde, a su regreso al hotel tras el primer día en la Exposición Universal, que aunque nada le ha sorprendido, “Dinamarca y EEUU están soberbios en la pintura”. El sueco Zorn, su amigo, “no está mal, pero no tan bien como otras veces”.
Hacia Europa
No soporta lo que se hace en España, todo le parece un atraso y avisa: “Puedo y debo hacer algo más que yo procuraré y que ya me requema la sangre no haber empezado”. Y así es como rompe con lo propio y camina hacia la corriente internacional, abanderada por los pintores franceses y los daneses. “Sorolla va a París desde bien joven y allí se convence de una pintura más estética. A Sargent le pasa lo mismo: acentúan el virtuosismo de la pincelada y los colores son más claros, en unas armonías cromáticas que no se justifican en la realidad”, explica Tomás Llorens, historiador del arte especializado en este momento histórico en el que irrumpe el naturalismo.
Esta semana, la historiadora Gloria Martínez, publicaba un interesante artículo sobre su encuentro en Copenhague, en la colección Hirschsprung, con un pintor que llevaba ese ADN tan “particular” de Sorolla… pero en noruega. En las playas danesas de Skagen, Peder Severin Kroyer (1851-1909), doce años mayor que el valenciano, encuentra el motivo principal de su carrera, una década antes que Sorolla. El artista, danés y noruego, también recurre a la fotografía y a sus encuadres para componer la vida cotidiana de las playas a las que se entrega el español a partir de 1900, a su vuelta de París, ya sin dramas. Sólo con recreo.
Gloria Martínez rescata en su artículo las palabras escritas por Sorolla en 1895, al encontrarse con la obra de los escandinavos: quiere “combinar en un sólo lienzo la sinceridad de Kroyer y la atmósfera de Zorn [que se convertirá en íntimo amigo suyo] con la atmósfera de un retrato de Bonnat y el carácter que Jean Paul Laurens es capaz de dar a las figuras en sus pinturas”. Todo un decreto para lo que será su obra desde ese momento y la mejor definición del proyecto internacionalista del naturalismo.
Ser o no ser
Las particularidades culturales de todos ellos sumaron en una globalización refinada de la pintura, en la que los motivos (de los que hablan) es secundario. Lo importante es cómo hablan. Los estereotipos sólo son anécdotas en su relato plástico y entre ellos, el más grande de todos los tópicos, “la luz del Mediterráneo”. Sorolla no depende de la localización para ser.
Él es un viajero empedernido, en busca de encuentros que sigan sorprendiéndole. No teme al asombro porque su rapidez de ejecución le permite sobreponerse al impacto de lo inmediato, como en la ventana de su hotel de Nueva York, desde donde ve a los corredores de la Maratón y los dibuja. “Para mí el único camino es la verdad sin arreglos, tal y como se sienta”, escribe en una de sus reflexiones más autobiográficas.
La historiadora y especialista en Sorolla, María López Fernández, recuerda el efecto que tuvo las maneras de Velázquez en todos ellos, sobre todo en los nórdicos, que estudiaban en el taller de Leon Bonnard, el mayor embajador del pintor barroco en Europa, junto a Manet. “Por eso Sorolla y los nórdicos tienen tanto en común, por Velázquez. Sorolla en la playa es absolutamente velazqueño, como en Cosiendo la vela (1896), que repite la composición de Las meninas”, asegura. Corporeidad, pincelada suelta y deshecha, veladuras y matices. Esto absorben del artista sevillano. No cree que Sorolla decidiera pintar niños en la playa porque los vio en Kroyer. “Hay una sensibilidad común europea”.
Para el historiador del arte Carlos Reyero, “la expresividad de la luz en Sorolla no viene tanto de Velázquez como de sus conocimientos de la pintura internacional, de Europa, del valor que le da gracias a la fotografía y de una visión al aire libre”. Y aclara: naturalista, no impresionista. De hecho, Tomás Llorens apunta que el impresionismo nace como variante del naturalismo y no a la inversa, como leemos en nuestros días.
La sombra de Velázquez
Para Llorens los cuadros de playa de Kroyen y Sorolla tienen paletas diferentes, “pero esos malvas y ocres matados no están tan lejos los unos de los otros”. “En Kroyen es más acentuado lo pálido y los tonos pastel”. Al hablarle de la “luz mediterránea”, el historiador valenciano ríe. “¿Qué es eso?”. “Sorolla tiene la pincelada mucho más fluida que Kroyen, pero estuvo muy influido por él. En realidad, recoge de todos los escandinavos”, cuenta Llorens. Han copado el mercado y arrastran sus mandatos al resto.
El especialista subraya la incidencia de Velázquez en todos ellos “como pintor de grises”. Es un mito para ellos por la levedad de la pintura, matizada al extremo. “El Velázquez que ellos veían no es el que vemos nosotros, por la suciedad. Además, tampoco había reproducciones a color y lo veían en salas mal iluminadas”. Explica que los nuevos artistas de 1880 heredan sus modos gracias al ventilador de Velázquez en Europa: Manet.
Entonces, ¿por qué sorprende que Kroyen y Sorolla sean tan parecidos? Por qué sorprende en España. Se ha idealizado tanto el genio del pintor valenciano como algo intachable, irrepetible y espontáneo, como una pintura que abandera el nacionalismo español y representa “lo que somos”, que resulta inconcebible para el patriotismo. Según esta versión, y a pesar de tanto como pintó lejos de Valencia, Sorolla es garante de una luz, unas gentes, una arena, un mar, un ambiente, una libertad y una frescura que sólo puede hallarse aquí. En España. La leyenda del pintor orgulloso del lugar al que pertenece y retrata (a veces) salta por los aires al encontrar un reflejo idéntico en Dinamarca. Porque el nacionalismo español lo ha lastrado al infierno del costumbrismo, cuando él mismo se declaró partícipe de un espíritu europeo, que por primera vez acababa con las marcas pictóricas locales.
El tópico mediterráneo
Los naturalistas crearon un paisaje sin marcas propias. Las mujeres de blanco a la orilla del mar, con un encuadre tan cerrado, sin lugar a referencias, formaban parte del paisaje del dinero, de los clientes, de quienes podían comprar aquellas pinturas que retrataban sus costumbres.
Llorens -valenciano- no deja lugar a dudas: las playas de las mujeres burguesas las descubre Sorolla en el extranjero. “Él veía las playas de los trabajadores”. “Encontró fuera el motivo de los niños en las playas. Encontró ese motivo mediterráneo en los mares del norte”, sentencia. Para el historiador, “el Mediterráneo es un tópico, porque las costas danesas son muy parecidas… con el agua helada”. Pero la temperatura no la queremos ver. Quizá ese sea el problema: empeñarse en mirar la superficie de la pintura y no ver su temperatura, que descubre en qué idioma nos habla. Atender al verbo de la pintura, no al sujeto.