Dicen del cuadro: es uno de los mejores retratos femeninos. “La postura de la dama, sentada en una silla ante un mirador, con las manos juntas sobre el regazo y un pañuelo bajo una de ellas y con un pie apoyado en un cojín bordado”. Cuando se pregunten a qué se refieren las críticas lanzadas por el feminismo contra la objetualización de la mujer recuerden estas palabras de Javier Barón, Jefe de Conservación de Pintura del Siglo XIX del Museo del Prado. Es la descripción que hace de Sabina Seupham Spalding, “tercera esposa de un banquero”, pintada por Federico de Madrazo, que el museo compró hace tres años.
Este lunes el Museo del Prado incorpora a la colección la Espeja, Josefa del Águila Ceballos, otro retrato de Federico de Madrazo, que repite con exactitud el patrón de Sabina. La novedad de este caso es que lo comprado Alicia Koplowitz por encargo de Barón y lo ha donado al museo. Ha costado 300.000 euros. Será expuesta en la sala 62 B, espacio convertido en una colección de cromos de una clase alta aislada de la sociedad, que perpetúa al museo como un lugar al margen de la sociedad. La marquesa de Espeja es otro retrato de mujer portadora de calidades, florero: el terciopelo rojo del vestido, la textura de las perlas, del broche, las carnaciones y el cabello. Perfecto ejemplo del Madrazo más brillante y relamido.
El Prado está mirando el siglo XIX con la mirada de un hombre del siglo XIX, un hecho que coloca a la institución al borde del infarto, por esclerosis clasista y machista. El museo se obstina en mantener una mirada cerrada y anacrónica, en una sociedad que reclama referentes ocultos en los almacenes o en el ostracismo. Es el caso de la pintora Rosa Bonheur (1822-1899), que hizo acto de presencia por las salas de museo hace un año, cuando emergió como estrella de la exposición temporal La mirada del otro.
Arrastre cipotudo
En aquella ocasión, el director Miguel Falomir definió el Prado como “un museo incluyente y no excluyente”. Fue una frase redonda, que no termina de adecuarse a los hechos. La personalidad irreductible de Bonheur fue condenada y retirada de la vista pública en cuanto pasó el subidón incluyente. Su espectacular cabeza de león africano (titulada El Cid) emergió y desapareció como estrella fugaz y la muestra quedó en blanqueamiento de esta revisión burguesa y cipotuda del XIX.
“Arrastramos demasiadas consideraciones de la museografía del siglo XX, que nos escatiman lecturas más valientes y hay que hacerlas porque la sociedad lo requiere”, cuenta Ángel Palomares, conservador jefe del Museo de Bellas Artes de Málaga. Es un debate necesario para impedir que los centros se perpetúen en un cierre sobre sí mismos y sobre la pintura de bohemia y melancolía, donde todo es una fiesta burguesa.
El siglo XIX está pendiente de revisión y de atención histórica. España era un problema en 1898 y hubo una pintura que retrató la crisis identitaria, el cuestionamiento como nación, la indignación y crítica a las instituciones. Pero esta parte de la pintura ha sido acallada y ocultada en almacenes. Palomares lo resume así: “En los museos priorizamos más el discurso esteticista, que el histórico. Preferimos las secuencia de cromos”.
Tal y como se explica desde la dirección del Museo del Prado a este periódico, se está preparando para dentro de tres años, en 2021, una exposición temporal que tratará de dar una visión del siglo XIX distinta a la que se muestra, haciendo referencia a la pintura más comprometida con los conflictos políticos, así como las cuestiones de género. La intención del director es que el relato de la permanente también se actualice más allá de los paisajes de Carlos de Haes.
¿Y las pintoras?
Pero, ¿por qué no caben en el museo las mujeres que no están sujetas a las fantasías masculinas? “Ahora mismo estamos descubriendo pintoras con obras interesantísimas, que no se exponen en la permanente porque no tienen apellido”, reconoce.
La historiadora Isabel Tejeda Martín se ha dedicado a revisar las conductas totalizadoras del discurso de los museos en sus colecciones. La narración montada por el Museo del Prado en el siglo XIX no ha escapado de sus críticas. “El Prado necesita comprar obra de pintoras del siglo XIX, porque había muchas y algunas muy buenas. Con este relato que tienen ahora, siguen manteniendo la imagen de que no existían. Pero sí había pintoras. La propia Rosa Bonehour, Carlota Rosales (la hija de Rosales) o Lluïsa Vidal. Tampoco hay referencias a los artistas de las antiguas colonias, de artistas filipinos y cubanos”, cuenta a este periódico.
Tejeda alerta sobre el déficit de mujeres en los museos y en la manera de contar la historia del arte, “para que la gente más joven pueda encontrar un museo cómplice”. No hay mujeres sin dominar por la mirada del hombre, ni en la pinacoteca ni en otros museos de bellas artes.
El Prado tiene prestada, desde 2005, al Museo de Bellas Artes de Málaga el cuadro más reconocido de José Jiménez Aranda, titulado Una esclava en venta (1897). Una joven desnuda está sentada sobre una alfombra, rodeada por hombres que leen el cartel que cuelga del cuello de la joven: “Rosa de 18 años en venta por 800 monedas”. El cuadro ha pasado a los manuales de la Historia del Arte por destacar por la “sugerente sensualidad en la postura pudorosa de la joven”, escribe José Luis Díez.
Tanto Rosa como Josefa la Espeja, una desnuda y otra vestida de alhajas, son un producto dominado por la visión del hombre (pintor e historiador). Inmovilizadas y sometidas, invisibles y sospechosas. Una podría ser portada de Interviú y la otra de Vogue, cada una en su jaula. Entre las dos, El Prado prefiere no hacer hueco a la esclava y reiterar una y otra vez el preciosismo amanerado de Madrazo.
Ambas están hechas desde la imaginación machista, pero Rosa hoy es leída como un ejercicio de denuncia, aunque parezca paradójico. De mujer erótica a mujer denigrada, de esclava machista a denuncia feminista, la sociedad varía el significado del arte. La mirada altera las intenciones originales. “Tiene que ver más con una pintura de erotómano, en la línea del orientalismo burgués que huye de lo cotidiano”, explica Ángel Palomares. “Es un buen ejemplo de los gustos eróticos del gabinete burgués. Creo que el cuadro tiene hoy una lectura diferente a lo que quiso hacer el pintor”.
Recuerda el historiador del arte que la intención del artista sevillano difiere de la de otro andaluz como José María López Mezquita, que sin haber cumplido los 18 años pintó la espectacular Cuerda de presos (1901, en el Museo Reina Sofía), en la que varios reclusos son escoltados por la Guardia Civil. Palomares apunta que la esclava es más la representación de una odalisca, que una denuncia. “Una completa objetualización de la mujer”. Como él dice, más propio del costumbrismo andaluz, y no tanto del ambiente fabril del País Vasco y Cataluña. “La pintura andaluza, quizá por nuestro aspecto turístico y exótico, es más de estampa que de denuncia”, cuenta.
La pintura del final del siglo XIX es una puerta al siglo XXI, porque en muchos aspectos atravesamos los caminos que se cruzaron entonces. El reflejo de nuestros días es difícil encontrarlo en el recreo burgués por coleccionar perlas y mujeres, por mucho que se justifique en el arte por el arte, en el preciosismo de la pincelada o en el interés en los terciopelos de las “damas”. Lo feo ya no es excusa para el destierro en la era en que la narrativa destronó a la belleza.