Carlos Luis de Ribera y Fieve cometió un grave error en vida, que está pagando 127 años después de su muerte: coincidió en vida con Federico de Madrazo. Ambos son hijos de pintores, ambos nacieron en Roma, el mismo año. Los dos tuvieron notables padrinos: Carlos Luis por los reyes Carlos IV y María Luisa, y Federico por el príncipe Federico de Sajonia. Sus padres tomaron de los padrinos sus nombres de pila para bautizar a sus hijos… Los dos son pintores románticos, pertenecientes a una estirpe de dos pintores neoclásicos, que habían dirigido, también, el Museo del Prado. Carlos Luis siempre fue la víctima del retratista mejor valorado por la burguesía, quizá porque Federico se cuidó más de que sus clientes mejoraran su presencia en el lienzo.
Carlos y Federico vivieron en constante competición y a pesar de que los dos se encontraron en París y se retrataron el uno al otro, en 1839, las familias los enfrentaban. José de Madrazo mostró sin pudor su protección paterna a su hijo: “Te diré que el retrato que pintaste de Carlos Ribera resiste la comparación al lado d ellos Velázquez y Van Dyck, mientras el tuyo hecho por Carlos, por haber querido imitar al estilo alemán, parece seco y de pergamino como dijo don Nicasio Gallego, apenas lo vio. Si sigues, pues, por aquel principio, ¿qué no llegarás a hacer?”.
Sin embargo, la historiadora Pilar de Miguel Egea, una de las escasas especialistas dedicadas a investigar la vida de este pintor, asegura que es una opinión precipitada, porque “los retratos de Carlos Luis de Ribera muestran unos valores plásticos y compositivos que nada tienen que envidiar con los producidos por Federico de Madrazo, constituyéndose, junto con Antonio María Esquivel y José Gutiérrez de la Vega, en uno de los retratistas más reconocidos por la sociedad de su tiempo, visto el linaje de quienes tuvieron a bien posar para su pincel”.
Un pintor ninguneado
Entre ellos Jacobo Fitz-James Stuart, Amadeo I de Saboya, al duque de Osuna, María Cristina de Borbón e Isabel II, entre tantos. De hecho, en 1836 presentó su primer retrato oficial en la Exposición de la Real Academia y su protagonista era Isabel II, con seis años de edad. Vicente López y Federico también hicieron un retrato de ella, pero la crítica se decantó por el de Carlos Luis, y resaltó la veracidad y parecido con la reina.
Tan real y crudo que ha sido despedido de la sala del Museo del Prado con la llegada de otro Federico de Madrazo, el retrato de Josefa de Águila Ceballos (1852), por el que la empresaria Alicia Koplowitz pagó 300.000 euros y regaló a la pinacoteca y fue condecorada con la medalla de Alfonso X el Sabio días después. Este cuadro cuelga en el lugar que antes ocupaba un maravilloso Magdalena Parrella y Urbieta y su hija, Elisa Tapia y Parrella (1850), especial por ofrecer una diversidad de tipos retratados y por romper el monopolio de Madrazo en las salas dedicadas al retrato del siglo XIX.
En la web del Museo del Prado se pueden leer los elogios de Javier Barón, responsable de la salida del cuadro de la sala, a este cuadro que ha sido desplazado a los almacenes: “Resulta muy bello el dibujo de las manos de la hija, así como el fino modelado de la cabeza, hombros y brazos, que recuerda los modelos clasicistas italianos del siglo XVIII entonces en boga”.
Contra el dogmatismo
Barón destaca también la composición “monumental”, acentuada por un punto de vista bajo, el formato oval, la gasa rosa del vestido de la hija, los broches de oro, las joyas, propias de la familia de banqueros. Entonces, ¿por qué invisibilizarlas? Pero sobre todo, Magdalena y su hija destacaban del monopolio arquetípico diseñado por Madrazo y elogiado en el Prado. Ellas dos eran la nota diversa, discordante y cacofónica de la sala, convertida ahora en la quintaesencia de la exclusión y la pureza regresiva.
La filósofa Carolin Emcke, profesora de Yale, en Contra el odio (Debate), analiza cómo derrotar al dogmatismo. La respuesta es más pluralidad, porque silenciar la singularidad del individuo supone rematar el proyecto liberal plural. Pide sociedades poco esencialistas, homogéneas y menos puras. Es decir, la defensa de lo impuro es la única salvación a la catástrofe radical.
Lo pedía estos días Jirafa Rey, en Factor X, en prime time: “Es muy importante que haya otro tipo de cuerpos en televisión, como el de mi prima”. Acababa de cantar Musolna junto a Lapili y reivindicaba: “¡Más muslos, menos machirulos!”. Al Prado en el siglo XIX le pasa lo mismo: necesita otro tipo de cuerpos, otro tipo de pintores, necesita respetar la historia y la diferencia que ocurrió.
Carlos Luis no oculta el volumen corporal de Magdalena, ni le resta un gramo tampoco a Elisa, a quien Federico pinta casi tres décadas después, con un sustancial lifting de rostro, brazos y pecho. Nadie operaba en el ego de la burguesía como el doctor Federico. Todos querían pasar por su clínica para ser otros, para ser más, para que los hiciera formar parte de la dinastía del nuevo dios: el dinero. Los pintores superan la crisis de los encargos oficiales (Iglesia y cortes) con el mercado del retrato (burgués), reventado por la inflación de la burguesía. Los pintores salvan su salario hinchándose a lavar el rango social de sus nuevos protagonistas. Federico, por ejemplo, no necesitó vírgenes ni mitos, se entregó en exclusiva a engordar la admiración de sus clientes por ellos mismos. Un Ivo Pitanguy de los pinceles.
No así Carlos Luis, que además del retrato despuntó en la pintura de historia, la pintura mural y la litografía. Y la posteridad se lo regaló con el silencio y unos cuantos balazos. El punto álgido de su carrera fue el encargo de la decoración del Congreso de los Diputados, en 1850, la famosa cúpula ametrallada por los esbirros de Tejero. La bóveda del Salón de Sesiones y el techo del Gabinete de los Ministros son suyas. A Federico se le encargaron cuatro cuadros. Carlos presentó la historia de la legislación española, en cinco grandes épocas, y le pagaron 97.347 reales por una y 14.306 por el otro. Pero el encargo mejor pagado -a pesar de los recortes del presupuesto- fue la decoración de la iglesia madrileña de San Francisco el Grande (más de 200.000 pesetas, en 1886).
Un genio apartado
“Es un genio a descubrir”, dejo escrito el antiguo director del Museo del Prado, Alfonso Pérez Sánchez. “Carlos Luis de Ribera es una especie de gemelo de Federico de Madrazo, pero menos favorecido por la fortuna en cuanto a resonancia de nombre”, añadió. Su firmeza en el dibujo, su agudeza en la observación le hicieron un retratista de primera categoría. “Nada que envidiar a Federico de Madrazo”, pero más melancólico y lírico.
La actividad y el éxito del pintor romántico -incluido en la turbamulta que se reunía en El Parnasillo- era imparable y así se mantuvo hasta su muerte, a los 76 años, día en el que lo encontraron con la obra que había estado pintando durante cuatro décadas: La conquista de Granada, encargada por la reina Isabel II, que hoy descansa en la Catedral de Burgos. Un inmenso lienzo, que descansaba en su caballete, firmado y listo para que sus herederos especularan con ella.
Ya no hay ni rastro de él en el Museo del Prado. Bueno, sí, pero parece una broma sádica. ¿Recuerdan que se retrataron él y Federico en París, en 1839? En sala, Javier Barón ha dejado el retrato de Carlos Luis hecho por Federico...