No les querían, porque no podían quedar testimonios. Ellos andaban por la calle trasteando con sus cámaras por la calle. Lo tenían prohibido. Franco tenía prohibido fotografiar la calle. Y lo peor no fue la censura, sino la autocensura y los censores lo sabían y les acosaban y amedrentaban. Eran veinteañeros con ganas de retratar la realidad. Ahora nos interesa lo estético también, su atrevimiento a romper moldes y cánones, su valentía a ser marginales entusiastas, a erigirse como resistencia del academicismo más rancio, que atufaba a -perdón por la redundancia- pictorialismo encorsetado. Pero todo eso lo da la distancia. La pausa apremia la belleza. En la urgencia, la necesidad.
Un grupo de irreductibles que hicieron de la memoria patria un asunto imborrable. Gracias a ellos podemos saber algo más de nosotros hace seis décadas. Estrenaban sus Leicas para mirar de nuevo un país que había envejecido de un día para otro. Su visión personal de lo que tenían delante chirriaba con lo que se proponía en los círculos oficiales, que insistían en la desaparición del artista. Ellos eran frescura e inmediatez, de visiones directas y encuadres subjetivos, interesados por la realidad. Unidos por la verdad y en AFAL, la humilde revista que habían construido para poder publicar sus cosas.
En los cincuenta y sesenta, la revista más demandada era Arte fotográfico, que tiraba 15.000 ejemplares mensuales. AFAL apenas llegaba a los 1.000, cada dos meses. Los colaboradores no cobraban y la mantuvieron con vida entre 1956 y 1963 antes de matarla. Era una cuestión de vida o muerte, no querían envejecer ni languidecer. Y todos tenían sus carreras lanzadas.
Trece fotógrafos vienen del olvido
Joan Colom, Xavier Cualladó, Francisco Gómez, Gonzalo Juanes, Ramón Masats, Oriol Maspons, Xavier Miserachs, Francisco Ontañón, Carlos Pérez Siquier, Leopoldo Pomés, Alberto Shommer, Ricard Terré y Julio Oubiña son los trece fotógrafos que ahora emergen del olvido por casualidad. Sí, han llegado al Museo Reina Sofía, en un volumen que cubre la práctica totalidad de su actividad. Las 650 fotos donadas por la familia Autric-Tamayo, una pareja de mecenas que empezaron a coleccionar -con el consejo de Laura Terré, hija de Ricard Terré y comisaria de la exposición-, con la idea de comprar unas cincuenta copias…
Como recordaban los mecenas en la presentación de la muestra -que cubre seis salas con una selección de 240 fotos-, el museo no tenía dinero para adquirirlo. “Nosotros la hemos cedido con tres condiciones que pusimos al museo, que fuera una exposición con vocación viajera, que tuviese una sala permanente y que se hiciera un catálogo libro. Las tres se han cumplido”. Y han querido puntualizar que han cedido las obras, a pesar de la “mala normativa que existe sobre mecenazgo”.
"Se trata de una norma mentirosa, discriminativa, farragosa e injusta. Ningún Gobierno ha puesto una Ley que rozara nuestras expectativas. Es muy difícil que una iniciativa como la nuestra prospere y se repita con esta legislación", ha subrayado. Una casualidad, un espejismo.
Sin voluntad política (ni dinero)
Tal y como reconoce Laura Terré a este periódico, sólo dos fotógrafos de todo el grupo tienen sus archivos custodiados en buenas instalaciones por instituciones. Xavier Miserachs es uno de ellos, en el MACBA. “A los políticos se les llena la boca al hablar de la fotografía, pero callan a la hora de la voluntad política y del dinero. Lo difícil es que se comprometan. En Francia, claro, empezaron en 1971 con el Plan Nacional de Fotografía, para localizar, clasificar, conservar y digundir el patrimonio”, explica. En España no hay nada parecido y los archivos siguen en las casas de cada uno.
Hace años, Ramón Masats conservaba décadas de fotografía en una neverita que había comprado en una superficie, para meter todos los negativos en conserva, en el desván de su casa. Nadie se ha interesado por el trabajo de uno de los fotógrafos fundamentales de la historia del arte español. “La custodia de todo este material está fatal. Podemos tener actuaciones puntuales, por casualidad, pero no tenemos un plan planificado para la salvaguarda de este patrimonio”, cuenta Terré. “No nos estamos preocupando por cómo vamos a conservarlos, no nos estamos preocupando por cómo viven nuestros fotógrafos, no les concedemos una pensión vitalicia por entregar sus negativos y archivos documentales. No hacemos nada por ellos”.
Terré no es tan partidaria de la creación de un gran Centro Nacional de la Imagen como de poner dinero a instituciones que ya se han interesado por la fotografía y que podrían -con ayudas estatales- invertir en laboratorios y conservación. Lo lógico parece devolver la conservación de la memoria a quienes la crearon.