“Una sola noche tratamos de dormir en aquellas cuchetas asquerosas, resultaba imposible por el olor pestilente a orines y caca. No se podía respirar. Dormíamos arriba (35 días seguidos) encima de las lonas que tapaban las bodegas de carga. Las colchonetas estaban llena de paja, no había ni sábanas ni fundas, y la que me tocó a mí estaba manchada con sangre seca”. La comida no aliviaba la dureza de la travesía: eran patatas sin pelar a mediodía y por la noche un caldero de lentejas para cada 25 pasajeros. “Lo que Carmen le daba a los gochos en nuestra casa era bastante mejor”.
En 1899, los dos hermanos mayores de la familia González, José (de 15 años) y Ramón (de 13 años) emigran rumbo a Argentina desde Asturias. Nunca habían salido de su pueblo. El primero escribe las peripecias del viaje, desde Buenos Aires, cinco décadas después, a su hermana pequeña. José y Ramón viajaron en el vapor francés “El Corduan”. “Era lo más malo y lo más atorrante que dios largó al mundo. Sigo creyendo que un individuo que hubiese cometido media docena de crímenes, el mejor castigo era mandarlo en ese vapor a la Argentina”.
Cada uno cargaba un baúl “de esos tan clásicos”, de lata. Lleno de ropa. “Un ajuar preparado por mamá para sus primeros hijos que se iban por el mundo. Estaban llenos y pesaban mucho”. El viaje era un acontecimiento excepcional. Juan Suárez García sube a uno de los vapores, el 13 de marzo de 1909, y paga 488,75 pesetas, con una lista que incluía seis calzoncillos, cinco camisas, cuatro camisetas, dos sábanas, dos toallas, tres pares de medias, seis pañuelos, una boina, unas botas, unos pantalones, una maleta, un sombrero… El pasaje supone casi la mitad del dinero (232 pesetas) que necesitan para salir del país sin futuro. Y en el bolsillo, 140 pesetas.
Huir de la pobreza
Entre 1840 y 1940 cerca de 300.000 jóvenes abandonaron Asturias con destino a América. Las migraciones más numerosas suceden a finales del XIX y en el primer tercio del XX, rumbo a Cuba, Argentina y México. Según las investigaciones realizadas por el Museo del Pueblo de Asturias, los chavales que escapan de la provincia tenían entre diez y 18 años, mayoritariamente hijos de campesinos, que huían de la pobreza, la falta de expectativas laborales y la guerra de África. Su destino les deparaba fábricas de tabaco y textil.
“Unos pocos emigrantes regresaron enriquecidos, algunos más volvieron con unos pequeños ahorros, y la mayoría se quedaron allá con situaciones económicas muy dispares, desde el multimillonario hasta el pobre vagabundo”, cuentan los investigadores del museo asturiano. Gracias al dinero retornado se levantaron escuelas y fuentes, se abrieron carreteras, se fundaron sindicatos agrícolas, se recuperaron fiestas y costumbres antiguas, se mejoraron las casas de los campesinos.
Ventura Álvarez-Sala (Gijón, 1869-1919) -jaleado por sus vecinos como el Velázquez asturiano- pintó en 1908 una de aquellas dramáticas salidas. Un grupo de hombres -en el que sólo hay dos mujeres y apenas niños- suben al barco que les lleva lejos de la desesperación. Es invierno y los pasajeros van abrigados y cubiertos con boinas y sombreros, con mantas y chaquetones. El cielo está tan encapotado como el ánimo de los que han decidido partir en busca de una oportunidad. Sin rastro de alegría, sin motivo para la esperanza.
Es una composición absolutamente cinematográfica, con una diagonal ascendente, en plano tan cerrado que corta la acción. Embarcan por la escala que les debe de llevar a un barco -imaginamos- abarrotado. Una madre huye con su hijo recién nacido, que se gira y nos mira. Sólo él cruza su mirada con el espectador, en ese cargado ambiente plomizo y pardo. Es un gesto dramático -que busca al culpable entre los que lo contemplan-, con el que el pintor asturiano apela a la conciencia histórica. No olvidéis.
Depósito o despropósito
El cuadro pertenece al Museo del Prado y aunque nunca se ha visto en la pinacoteca, tiene calidad suficiente para estar en las salas del XIX. Sin embargo, cuelga perdido en una pared de unas escaleras del Ayuntamiento de Gran Canaria, sobre el dintel de un arco, a más de tres metros de altura. A este tipo de cesiones se les llama “depósito”, pero esto es un despropósito. Forma parte de una de las miles de pinturas del Prado disperso, que cuelgan en instituciones públicas y que demuestran la condena a la que son sometidas este tipo de obras, expulsadas del museo y que quedan al albur sin control de manos y sensibilidades no especializadas en su protección y difusión. Son tratadas como carne de relleno, picadillo decorativo.
Pero no es una pintura más. Forma parte de nuestro días, con un asunto que no ha desaparecido; sólo ha cambiado el trayecto. Es un cuadro de una tendencia realista que ha dejado de creer en dioses, vírgenes y milagros. Una pintura que pertenece al género de la urgencia política, de la supervivencia de las clases trabajadoras, en busca de un futuro lejos de donde nacieron para dedicar la vida entera a trabajar para comer. No es Ventura Álvarez-Sala un pintor de la modernidad, como dice Alfonso Palacios, director del Museo de Bellas Artes de Asturias.
“La cuestión social fue invisible para los pintores de la modernidad. Lo moderno se imponía por la ruptura en lo formal. Lo formal, antes, y lo complaciente, después, ha hecho invisibles a grandísimos pintores como Ventura”, explica. Los pintores preocupados por cambiar el mundo en el que vivían fueron rechazados por la indiferencia del mundo que retrataban.
Deseo de lo correcto
Este cuadro es el testimonio del primer paso de la llegada a un mundo moral en competencia, en un viaje que terminará descubriendo lo fácil que es reconocerse mutuamente en las diferencias y lo difícil que es reconstruir una vida cuando el destino y la desgracia destruyen lo que se intentaba construir. Escribe Michael Ignatieff, en Las virtudes cotidianas (Taurus), que el deseo común de todos ellos, de todos nosotros, es que se les permita pensar que su vida tiene sentido. “Si es posible, queremos hacer lo correcto, y queremos ser capaces de mirarnos al espejo después”.
Los problemas e inquietudes de hace un siglo fueron atendidas por unos pocos pintores, más cercanos a la cruda realidad (Fillol y Álvarez-Sanz) que a los salones de la burguesía (Madrazo y Fortuny). Sus temas trascienden los siglos, sus denuncias siguen sin solución. Pero se mantienen ocultos e invisibles, porque las reclamaciones en pintura no están bien vistas para los conservadores académicos del siglo XXI.
Ventura nunca fue un pintor académico y eso tuvo que pagarlo. De hecho, su actitud le apartó de la demanda de las clases más adineradas. Como Fillol, si los cuadros más comprometidos y comprometedores no los comprada el Estado, volvían con ellos a casa y con el fin de mes sin resolver. Por eso se ganaba la vida ilustrando para revistas (Blanco y Negro) y publicidad de marcas. Era mucho más fácil aceptar, asumir y defender el discurso doctrinal.
Pintor de calle
Es un pintor comprometido con el tema y el punto de vista de los descamisados, los desesperados, los trabajadores asfixiados. Ventura es uno de ellos. Llega a Madrid con una mano delante y otra detrás, dejando atrás su trabajo como pintor decorativo en el taller La Vizcaína. En 1890 está en la capital y sin un duro. Así que para pagarse la estancia y los estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando malvivió retratando por las calles y las plazas. Una vez allí se dedicó a estudiar a Velázquez y Tiziano en el Prado. Los copia hasta 1896. A Murillo también. Obtuvo una beca del casino de Gijón para ir a Roma a estudiar, donde residió durante dos años. Vio pintar en Muros de Pravia a Joaquín Sorolla, en 1895, y se supone que ese fue el origen de su factura velazqueña, tan franca, y suelta, tan certera.
El pintor asturiano se presentó a la Exposición Nacional de Bellas Artes todas las ediciones entre 1892 y 1915. En 1897, con el cuadro ¡Todo a babor!, obtuvo la tercera medalla. Con La promesa, en 1904, le dieron una condecoración. Emigrantes le valió la segunda medalla en la Exposición Nacional de 1908. Alcanzó la primera medalla en 1915, con El pan nuestro de cada día. La mayoría de ellas son propiedad del Prado, porque las compró el Estado pero nunca se han mostrado en sus salas.
La promesa (1903) la compró Aureliano de Beruete, que la donó y se la regaló al Museo de Arte Moderno. Suele considerarse su mejor obra. Aunque no mereció la primera medalla de oro en la Exposición Nacional de 1904, sí ganó la medalla de oro por unanimidad en la Exposición Internacional de Múnich. “En ella el pintor acertó a fundir el cuadro de costumbres de inspiración religiosa con la captación naturalista y certera del paisaje”, escribe Javier Barón, responsable del Prado del siglo XIX. Hoy La promesa puede visitarse en el Museo de Bellas Artes de Asturias, donde se le venera como un pintor costumbrista, local y de la tierra.