Debemos entender el arte como una gran cadena unida por tantos eslabones como puntos de vista e influencias. Con esta metáfora, Alejandro Vergara, responsable de pintura flamenca y holandesa del Museo del Prado, subraya cómo unos artistas influyen en otros para hacer de la historia del arte un engranaje indestructible aferrado a la superación del pasado. Pero el Prado ha aislado la pintura preferida en el siglo XVI y XVII en la última planta de la pinacoteca, con siete salas nuevas que han sido recuperadas tras años de retraso en las obras, para hacer crecer en un 10% el volumen de pinturas expuestas la colección permanente.
Antiguos almacenes y talleres de restauración han sido rescatados para mostrar obra de Rubens, David Teniers, Clara Peeters, Frans Snyders, Joachim Patinir, Jan Brueghel, Peeter Snayers o Rembdrandt. Son dos siglos (de 1430 a 1650) en algo más de cien pinturas, entre las que destaca la reunión de las creadas por Rubens para decorar la Torre de la Parada, una casa de campo en el monte del Pardo, que Felipe IV utilizó para como casa del monte para hacer lo que más le gustaba, cazar. El monarca pidió 120 cuadros al pintor, que negoció y los dejó en 60. De ellos, sólo pintó una docena. Del resto, dejó los bocetos.
En la pequeña sala -más baja de lo normal- se exponen Banquete de Tereo, Las bodas de Tetis y Peleo, El rapto de Hipodamía, El rapto de Proserpina, Orfeo y Eurídice, El nacimiento de la Vía Láctea, Mercurio y Argos, Vulcano forjando los rayos de Júpiter, Saturno devorando a un hijo, El rapto de Ganímedes, Sátiro, Demócrito, el filósofo que ríe y Prometeo (que subirá a sala cuando cierre la exposición temporal). “Es inevitable que haya desconexiones”, explica Alejandro Vergara para justificar el aislamiento de estas obras maestras del resto de la colección, en la galería principal.
Un edificio laberíntico
Aunque Rubens mantiene su presencia en la sala protagonista del museo, la dirección ha decidido crear un reino taifa en la parte alta del Prado, alejando del tránsito y del flujo de visitas las obras maestras de uno de los artistas capitales de sus colecciones. La excusa es que el edificio limita y condiciona la narración, porque cierto es que el diseño de Villanueva no ayuda en el orden de lectura lineal.
Tampoco aporta al entendimiento cronológico o de escuelas la dispersión del contenido, sobre todo en unas salas tan alejadas de la galería principal, que según se reordena el resto de la colección se descapitaliza de obras maestras. El paseo por la arteria principal del museo ha perdido tanta sustancia, que está en los huesos.
La única buena noticia de esta las nuevas salas son un eslabón perdido en un edificio que, según crece en salas, amplía la sensación laberíntica. Por si fuera poco, no han subido todos los artistas flamencos y holandeses junto al resto: Van Dyck y Jordaenns se mantienen en la parte baja del museo, lejos de los pintores coetáneos que ahora completan la visita reunidos arriba. Es difícil comprender este diseño y tratar de entender un relato fragmentado de este calibre.
El origen de 'Las Meninas'
El mayor beneficiado con la nueva reforma es David Teniers, que ahora disfruta de una sala monográfica y antes estaba enterrado en los almacenes. “Su arte continúa la tradición de pintar asuntos populares practicada por el Bosco y Pieter Bruegel durante el siglo anterior”. Sin embargo, la obra más señalada de este artista (El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas en Bruselas) ya estaba a la vista. Vergara ha explicado que esta pintura es el precedente de Las Meninas, que Velázquez recibió en palacio tres años antes de iniciar su obra más famosa. “Las escenas de colecciones de arte fueron una especialidad de Amberes, y reflejan la afición que existía en esa ciudad y en Bruselas por el coleccionismo de pintura”.
La pintura holandesa (1579-1800) también sale a flote. Estaba oculta por ser menor en número a la flamenca. La poderosa burguesía de Ámsterdam “promovió un intenso desarrollo cultural y supo hacer de la pintura el medio más adecuado para ello”. Es una sala dedicada al naturalismo, tan diferente de los holandeses. En la sala, la gran llamada de atención es la única pintura de Rembrandt que conserva el museo: Judith en el banquete de Holofernes. El otro referente de la sala es el Gallo muerto, de Gabriel Metsu.