Bryony Kimmings es la hembra que todo lo revuelve, y sin varita mágica: esta británica de 35 años ha creado su propio universo performance y es capaz de pasarse siete días en una habitación intoxicada, de escribir una guía pacifista para la guerra contra el cáncer -un espectáculo que puso a los tumores a bailar- o de encarnar la estrella pop inventada por un crío de nueve años. En otra ocasión convirtió la depresión de su novio en un exitoso dramón: conoció a Tim Grayburn una noche de 2013 y enseguida supo lo que él mismo no había querido asumir. Llevaba años arrastrando una enfermedad mental severa. Tras un proceso de entrevistas que sirvieron de expiación, juntos armaron una obra que recorría las fases de la depresión sin que el protagonista llegase a mirar nunca al público a los ojos.
A ella le inspira la injusticia social, la extrañeza y, especialmente, el tabú: por eso uno de sus shows más llamativos es ese en el que convierte su enfermedad sexual -tema prohibido y casi estigmatizador- en arte. Ahí se libera de prejuicios y de paños calientes y manosea la cuestión para recordar que la venérea no deja de ser un problema de salud humano, y que no convierte a su portador en alguien pervertido, ni inmoral, ni marginal. Esa es una de las lecciones más importantes que presta el feminismo, otro de los campos de batalla de esta artista: que el valor de una persona nada tiene que ver con su vida sexual.
Por eso Bryony sacude al espectador las culpas -no más que herencia religiosa- y se pone ella misma en el foco del asunto para relajar al resto: relata cómo se hizo la primera prueba de ETS de su vida y descubrió que tenía una infección sexual. A partir de esa anécdota, reflexiona sobre las aventuras de una noche, sobre el disfrute y el descuido, sobre la educación erótica y el amor, y sobre todos aquellos que reventaron las discotecas y los afters buscando el cuerpo a cuerpo, y, más de uno, un prometedor desayuno que invitase a una segunda cita. En su pequeño cuento aderezado con melodías románticas, viñetas, bailes y psicofonías, la artista trata de subrayar, como Hemingway, que “ningún hombre es una isla”.
Terapia en clínicas sexuales
Lo realmente curioso es que la joven ha llevado su show a las clínicas sexuales más concurridas de Gran Bretaña, como la Whithall Street de Birmingham, un lugar donde parecía que el personal ya no podía sorprenderse hasta que llegó Bryony. Aquí la terapia más rompedora. “Esto es una canción sobre vaginas”, adelanta la performer a los espectadores, mientras comienza a recitar sinónimos cada vez más hilarantes del órgano sexual femenino, que rayan hasta en el “emparedado de marisco”. La audiencia de Kimmings oscila entre el estado de shock o el ataque de risa.
La gracia es que es un intercambio: ella se involucra con su propia historia, pero los pacientes también. La escuchan trabajadores sexuales que acaban de escapar de la prostitución, hombres recién casados con problemas para relacionarse eróticamente, jóvenes promiscuos, matrimonios que ya no se acuestan. Salomé, una de las chicas de la clínica, relata cómo viajó hace poco a Grecia y tuvo relaciones sexuales con múltiples parejas. “El sexo es muy divertido. Me gsuta estar desnuda”… pero tarda poco en confesar que aún tiene el corazón roto por su expareja. La artista les hace sentirse cómodos contándoles cómo en su show Sex Idiot repasó uno a uno a sus compañeros sexuales hasta dar con el que la había contagiado de la ETS. “La verdad es que yo creía que había vivido mucho, pero al escuchar a algunos de mis entrevistados me sentí mojigata”, ríe Bryony.
Sexismo (y amor)
Reflexiona sobre las diferencias entre la sala de espera de la clínica para chicas y la de chicos. “La de chicas era rosada y estaba llena de mujeres nerviosas, que sentían que se les iba a llamar ‘escoria’. La de los hombres era azul y se respiraba un ambiente machista. Estaba llena de pavos reales”. Kimmings cada vez se volcaba más -y más perversamente- en los relatos de los otros: “No quería estar en este negocio para siempre, pero me estoy acostumbrando”, confiesa. “Al final siempre termino de pie, mirando boquiabierta la vagina de alguien. ¡Y a menudo no hay necesidad de hacerlo!”. Luego bromea: “Creo que tiene que ver con que no he tenido relaciones sexuales en mucho tiempo. Y cuando hablo con ellos siento algo como: ¡esto es realmente liberador, todo el mundo está loco, es encantador!”.
La exhibición sexual es sólo una excusa para alcanzar temas más oscuros, complejos y dolorosos; para ahondar en una reflexión sentimental. Kimmings lo cuenta en su propio documental, Artist in Residence: recuerda cuando Tim Grayburn, el padre de su hijo y su pareja durante cinco años, y ella, decidieron clausurar la relación. Una de las razones fundamentales fue que nunca tenían sexo. En el filme aparece cómo tiran el colchón en el que habían compartido tanto. “Buen viaje a la basura”, bromea ella. “Yo rompí aguas en esa cama, así que es una cama simbólica. Una cama matrimonial, supongo”, resopla. Entonces hay una pausa. “Vendí ese colchón. Compré una cama más pequeña, para mí sola”. La artista rompe a llorar. “Maldita sea”, murmura.