A Tiziano sus contemporáneos lo llamaban “el sol entre las estrellas” -citando a Dante en la Divina Comedia-: fue uno de los artistas italianos más versátiles, álgido exponente de la Escuela Veneciana, y tocó con la misma gracia el retrato, la escena mitológica o el relato religioso. Pero ese astro padre no podía imaginarse que en pleno 2018, en el Monasterio de El Escorial, caería como una estrella contra el suelo de un sacristía en forma de Cristo Crucificado. El cielo artístico se nos viene encima. Los servicios de seguridad del monasterio descubrieron ayer que esta pintura de Tiziano, que se encontraba a cinco metros de altura en la pared, se había desplomado al desgajarse el revestimiento del yeso donde estaba colocada.
La obra se derrumbó sobre unos muebles de los siglos XVI y XVII antes de terminar de caer, exhausta, sobre el suelo de la sacristía. Diagnóstico de una pintura malherida: “Ha sufrido un desgarro horizontal considerable del soporte de tela, que ha afectado a la zona inferior”, como balbuceaba el comunicado de Patrimonio Nacional. El “desgarro”, dicen, tiene forma de número siete, como la marca del zorro en la memoria de Tiziano.
El Cristo Crucificado del artista tiene unas dimensiones de 214 x 109 cm y se encuadra en el estilo del Renacimiento italiano. Brotó de las manos de Tiziano en 1555, es decir, en los últimos veinte años del creador, coincidentes con cambios vitales que influirían en su trabajo. Su hija Lavinia contrajo matrimonio con Cornelio Sarcinelli -la joven moriría en uno de sus partos en 1560-, tuvo problemas con su hijo Pomponio y fallecieron su hermano Francesco y su amigo Pietro Aretino. Tiziano se sumerge en un dramatismo que tiene que ver con la conciencia de su propia vejez y su angustia por la soledad, que lo incrustaron en un estado depresivo y taciturno.
Una obra depresiva
Como escribió la poeta Idea Vilariño, “uno siempre está solo, pero a veces está más solo”: por eso Tiziano también era de alguna manera el Cristo Crucificado, al que presenta con la luna creciente de fondo, acompañado sólo por el cráneo de Adán que descansa a los pies de la cruz. Los únicos vivos y coleantes del cuadro son los soldados que custodiaban a Jesucristo, que ya van abandonando el lugar a pie o a caballo.
El paisaje está igual de devastado que el ser humano que sangra en la cruz: destila tragedia. Tiziano bucea en el color para crear ambiente y se lanza a la pincelada rápida para revestir la obra de emoción. Adiós detalle, hola atmósfera. Las luces que rodean el cuerpo de Cristo también lo conforman y lo hacen hablar. La túnica vuela. Aquí el protagonista está en los momentos anteriores a su muerte, y dalea la cabeza generando una oscuridad casi total en el rostro. Ya no importa el rasgo, sino la masa dramática del gesto, que emulan la soledad, el fracaso, el drama más absoluto; síntoma también del momento vital que experimentaba el artista.
El cuadro en su día fue enviado a Felipe II, con quien el pintor tuvo una relación fructífera. Tiziano eligió como lugar de enterramiento la capilla de la Crucifixión de la iglesia de Santa María dei Frari y para pagar por su tumba, entregó a la comunidad franciscana una pieza de la Piedad, donde se retrató a sí mismo y a su hijo Horacio ante el Salvador, acompañados de una sibila. Dio igual: finalmente murió a consecuencia de la peste negra y fue enterrado en su pueblo natal.