¿Qué representamos para el mundo? ¿Cuál es nuestro papel en la historia, si es que tenemos alguno? Puede parecer que estas preguntas tan pretenciosas quieren abrir una reflexión demasiado profunda en la era del trending topic. Quizá un cómo nos ven los demás sea más apropiado. Todos nos lo hemos preguntado alguna vez. Estas eran el tipo de cuestiones a las que buscaba respuestas desde hace más de una década Eduardo Arroyo, nacido en el 37, de padre murciano, farmacéutico falangista de rosario en el bolsillo y madre leonesa republicana. “Un madrileño más”, decía.
Un madrileño al que no le daba apuro reconocer que había sido un terrible estudiante, hasta el punto de ser expulsado del Liceo Francés de Madrid, y que durante sus años de exilio voluntario en París empezó a servirse de la pintura para dar títulos a la realidad. “Poner título a un documento, a una foto, es poseerla inmediatamente, designarla, adoptarla. Es hacerla entrar plenamente en el terreno de un comportamiento, de una actitud”.
Y la actitud de Arroyo era la del artista insatisfecho, la del hijo deforme de Velázquez que le habría gustado ser, pesimista pero no derrotista con respecto al momento de la historia en el que le ha tocado vivir. Arroyo era un cronista. Es lo que transmitía con su voz rotunda a Alberto Anaut en el extenso documental de 2012 ‘Arroyo. Exposición individual’. “¿Cuándo pintaré el último cuadro?”, se preguntaba. También decía que las crisis ayudan a centrarse en lo importante.
Un escritor truncado
Lord Byron, Walter Benjamin, Velázquez, Goya o el filósofo Ángel Ganivet forman parte del imaginario de ese pintor que escribía –o escritor truncado–, como le gustaba definirse, adicto a leer como mínimo cuatro o cinco periódicos en papel cada mañana. Arroyo apreciaba la textura, las manchas de tinta al pasar las páginas, el olor. Como el de los veranos en su paraíso de Robles de Laciana, en León. Allí pasaba largas estancias con sus abuelos maternos después de la muerte de su padre, cuando él tenía solo seis años.
En el 57 se trasladó a París para huir de la dictadura franquista. Estuvo casi dos décadas fuera: a su regreso, volvió a ser expulsado por la España del Régimen, allá en el 74. En el 76, con el dictador muerto, pudo recuperar su pasaporte y anclar en patria, pero España tardó en entender a un artista radical como él, al menos hasta los ochenta. En 1982 le entregaron el Premio Nacional de Artes Plásticas, como consolación y abrazo por tantos años de desprecio e ignominia. Ese mismo año, el Pompidou de París le dedicó una retrospectiva: ya era profeta en todas partes, él que siempre se empeñó en no ser bandera de nadie.
Huir de Franco, matar a los ídolos
Durante el franquismo, para Arroyo lo importante consistía en ir contra la dictadura política y estética. Icono de ello es Sama de Langreo, Asturias, septiembre 1963. La mujer del minero Pérez Martínez, Constantina, llamada Tina, es rapada por la policía’, el retrato de una joven que fue encarcelada y torturada. Usar la forma, la estética, los colores amables del arte pop para narrar historias que no tenían nada de superficial. A él le gustaba bajar al estudio temprano por la mañana y trabajar. Por eso criticó, como a tantos otros, a Duchamp en Vivir y dejar morir o el fin trágico de Marcel Duchamp. Nunca siguió modas: mató a todos sus ídolos, en contra de la mitomanía del momento.
Tuvieron que pasar décadas –esta frase se lleva mal con la era de la inmediatez en la que vivimos– para que Arroyo se diese cuenta de la importancia que tenía poder sentirse “como uno más”, no como un artista refugiado en el extranjero, en medio de ingleses, belgas e italianos que le incluían en sus círculos para hacer su buena acción del día. Como uno más de los poquísimos artistas vivos que han expuesto en el Museo del Prado.
Algo que quizá no era tan importante a sus ojos como a los nuestros, ya que él mantuvo hasta el final que nunca participó en el “pasteleo” del arte, ni tuvo listas de espera para vender sus cuadros, dibujos, litografías o esculturas, que ahora descansan en su estudio. Esas obras serán, a partir de hoy, la mejor muestra de cuál ha sido su papel en la historia, lo que representa Arroyo para el mundo.