Su presencia domina todo el lienzo. Ella es una dama ricamente vestida, de tez blanquecina con el rostro colorado y una cabellera oscura prendida con una decena de pasadores; una figura delicada encerrada en un vestido detallista en los bordados y de pliegues voluminosos. A su izquierda, en una esquina y camuflándose con la penumbra, otra figura femenina, la mitad de alta y con la cara llena de tatuajes, de rasgos indígenas. Es la imagen de la contraposición de la belleza, del choque de dos culturas, de la fusión de dos mundos en un cuadro.
María Luisa de Toledo, hija del Virrey de Nueva España, Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, es la dama pudiente, encumbrada por todo el espacio que abarca pese a su chiquita apariencia. La identidad de la segunda, de la mujer enana, se desconoce; su función, no: esclava. El conjunto de la imagen se revela en una sucesión de contrastes: la estatura, el color de la piel, la belleza física y de la indumentaria, los complementos, el espacio que ocupa cada una... Y esa postura paternalista y de superioridad de María Luisa de Toledo colocando su mano sin guante sobre la cabeza de su acompañante.
El cuadro lo localizó entre los fondos del Museo del Prado Andrés Gutiérrez, ahora comisario de la muestra La hija del Virrey. El retrato femenino y el ajuar novohispano del siglo XVII, que se inaugura en el Museo de América. Había que descubrir quién era la misteriosa y enana mujer indígena que aparece en la obra, recogida en el convento de Nuestra Señora de la Salutación durante la Desamortización, donde profesó como monja de velo negro y coro María Luisa de Toledo.
Aunque el cuadro se atribuía a la escuela madrileña del siglo XVII, el proceso de investigación comandado por Gutiérrez ha concluido que fue pintado en torno a 1670 en México, territorio del Virreinato de Nueva España en aquel entonces, y no en Madrid. Pero la verdadera obsesión del proyecto ha girado alrededor de la enigmática figura femenina, en sus marcas indelebles en el rostro, en los rasgos exóticos y en la baja estatura. El tipo de tatuajes conducen a situarla en el área chichimeca, en la frontera norte de la Nueva España, seguramente de la región de Nuevo León.
También se le ha podido poner nombre al autor del lienzo aunque no esté firmado: Antonio Rodríguez, yerno de Juárez y padre de los pintores Juan y Nicolás Rodríguez Juárez. La obra novohispana es especial por varios motivos, tal y como se señala en el dossier de la exposición: "En primer lugar, representa los dos mundo sobrepuestos o contrapuestos en la América Virreinal, el hispano y el indígena, y con una perspectiva distinta, es decir, la convivencia de dos mujeres, manifestando en el retrato unas relaciones de poder y afectividad, una carga simbólica que denotan sus orígenes y circunstancias".
No solo representa la historia de dos mujeres totalmente diferentes, de dos miradas sobre una colonización, de dos universos femeninos tan lejanos, sino que se trata de una de las pocas obras con protagonismo feminista del siglo XVII en Nueva España. Pero aunque el gesto de María Luisa de Toledo de acariciar la cabeza de su subyugada pueda desprender un ligero afecto, más aún quitándose el guante de la mano, la pintura respira cierto clasismo entre la dama rica y la mujer indígena, entre la conquistadora y la conquistada.
El universo de los ajuares
Pinturas, mobiliario, cerámica, joyas y otros elementos como pequeños perfumadores, imprescindibles para las damas de la alta clase española para evitar los malos olores de la época, componen el resto de la muestra que se puede ver en el Museo de América y que propone una inmersión en el universo femenino del siglo XVII de la América Virreinal.
La llegada de la corte española a México como representantes de la Corona significó la apertura de una nueva etapa en la que el lujo asiático, la demostración de poder, la ostentación o el protocolo se convirtieron en requisitos imprescindibles para que todo marchara sobre ruedas. Por eso predominaban los ajuares de objetos de lujo que provenían de Asia a través del Galeón de Manila, como mobiliario de estilo namban de Japón, porcelanas o sedas chinas.
Y de nuevo, el contrapunto, la mujer enana, la cultura rebelde y salvaje del pueblo indígena: frente a el carácter ostentoso de la corte española, la sobriedad de los habitantes locales del Nuevo Mundo, cuyos ajuares apenas se componían de arcos, carcajs, trajes de pieles, cestos femeninos o tocados de plumas.
Porque, en definitiva, María Luisa de Toledo y su posición privilegiada son el contraste total a la mujer enana, la metáfora que opone dos culturas diferentes conectadas durante gran parte de la historia a través de las armas de los hombres y la sangre; y que en este lienzo, con sus estereotipos innegables, tratan de fundirse a través de las figuras femeninas.