Durante su estancia en Nueva York en 1911, Joaquín Sorolla reutilizó los cartones destinados a doblar las camisas de etiqueta como un cuaderno improvisado. Observaba desde la habitación de su hotel el vertiginoso ritmo de la metrópolis y lo plasmó en unas “notas de color” contrapicadas. Son impresiones de carácter fotográfico, modernistas; postales de una ciudad en la que se disputa un maratón y los vehículos recorren la Quinta Avenida. La vida urbana que contrasta tanto con esos paisajes de las playas valencias que capturó el pintor.
Estos doce gouaches los concibió Sorolla como canal de experimentación y disfrute; como entretenimiento son los dibujos a lápiz que realizó, en este mismo viaje por Estados Unidos, en las hojas de los menús de los restaurantes de los hoteles en los que se alojó mientras esperaba a que le sirvieran. Conversaciones en la mesa del al lado, retratos, lecturas… todo lo observó para inmortalizar la vida cotidiana, el ambiente. Porque Sorolla fue un “dibujante sin descanso”.
Ese es el título que reza una exposición inaugurada este lunes en el Museo Sorolla y que pretende mostrar la faceta más desconocida de la obra del pintor valenciano, maestro de la luz y el color: sus dibujos. Unas creaciones que nunca concibió para ser expuestas, sino para perfeccionar su trazo o como bocetos de sus lienzos, pero también como una forma de desfogar su insaciable inquietud artística, y que ahora vuelven a estar colgadas en las paredes de las que fueron las habitaciones del impresionista y su familia.
Sorolla dibujaba en cualquier momento y sobre cualquier material: en los cafés, en el teatro, en su casa… contemplaba a personas anónimas o retrataba a su mujer, Clotilde, y a sus hijos, María, Joaquín y Elena, mientras realizaban tareas cotidianas como coser, leer o estudiar. En total, se tiene constancia de que realizó más de 8.000 dibujos a lo largo de su vida, 5.000 de los cuales se custodian en el museo que lleva su nombre.
“La cantidad de dibujos que se conservan, de temas y momentos tan diferentes, demuestran la idea de que Sorolla era un dibujante incansable”, explica Inés Abril, comisaria de la exposición. Los temas de estas obras, fundamentalmente realizadas en cuadernillos que el artista llevaba en su bolsillo, abarcan desde los retratos de sus inicios en torno a paisajes y gentes populares, como el del niño comiendo uvas, hecho con acuarelas, hasta los gouaches neoyorkinos.
Ahora, más de un centenar de dibujos se rescatan para ser expuestos, muchos de ellos por primera vez. Porque Sorolla nunca los creó para que fuesen expuestos al lado de sus lienzos. “Es su obra más íntima, más personal, y no la quiso mostrar tanto”, señala Abril. El pintor, en vida, colgó algunos de ellos en sus estancias privadas, tal y como lo reflejan algunas fotografías que se conservan, pero no en su estudio, donde componía los cuadros que luego mostraba a sus clientes.
Tan solo en dos ocasiones un puñado de dibujos fueron exhibidos al público. La primera tuvo lugar en 1906, durante una muestra individual de Sorolla en la Georges Petit Galerie de Paris, aunque se explica por una serie de “casualidades”. La segunda se registró dos años más tarde, en Londres, pero sin estar detallado en el catálogo la relación de los dibujos. Algunas de estas composiciones también las regaló a varios amigos, como al doctor Luis Simarro, tres en concreto, que este legó a su vez a la Universidad Complutense de Madrid y ahora regresan temporalmente al Museo Sorolla.
También resultan interesantes los dibujos preparatorios que el valenciano trazó como paso previo a enfrentarse al lienzo en blanco, un trabajo minucioso y disciplinado que manifiesta la premeditación, el estudio y el perfeccionamiento que esconden sus obras más destacadas. En este bloque sobresalen los carboncillos sobre papel, a tamaño real, que Sorolla perfiló para más tarde pintar al aire libre los retratos de Alfonso XIII y su mujer, la reina Victoria Eugenia.
Pero no fue este el único retrato sobre el rey en el que se embarcó Sorolla. En 1917 ambos viajaron a Láchar para asistir a una cacería convocada por el duque de San Pedro Galatino. La tarea del pintor era realizar un retrato del monarca que fuese expresamente en el campo y cazando. Sobre su cuaderno tomó varios apuntes, que al regresar a su estudio plasmó también con carboncillo sobre el lienzo. Este cuadro, sin embargo, nunca lo llegaría a terminar; aunque se revela ahora como un legado excepcional de la forma de trabajar de Sorolla, el pintor que no descansaba.