Salió al escenario, se dispuso a cantar y, cuando abrió la boca, comenzó a notar las risas y los murmullos de buena parte de los espectadores. Xavier Sabata (Avià, Barcelona, 1976) actuaba en una pequeña ciudad francesa y parte del público no podía creerse que este hombre alto y corpulento, de ojos verdes y barba frondosa cantase como una mujer.
Pero Sabata no canta en absoluto como una mujer.
Pertenece a una estirpe única: la de los contratenores, la voz más aguda de los hombres, cada vez más demandada en los teatros de ópera. De "bichos raros" han pasado a ser "iconos pop" por el timbre único de su voz y el éxito comercial de varios de los más destacados, como Philippe Jaroussky o Andreas Scholl.
Sabata defiende que su registro es simplemente más agudo, algo que tiene que ver con la técnica y la anatomía y no con la masculinidad o la feminidad.
"Si vamos más allá de la curiosidad que crea cómo sonamos, podemos decir que simplemente somos la cuerda [o tipo de voz] más aguda de los hombres. Utilizamos la parte más aguda de nuestras cuerdas vocales con un mecanismo distinto al de un tenor, un barítono o un bajo", que son los otros tipos de voz masculina. "Es lo que se llama de forma vulgar falsete", la técnica para llegar más allá del considerado como registro natural de un cantante.
Los contatenores comenzaron a popularizarse en la década de 1940, cuando Alfred Deller, un cantante autodidacta británico, hizo renacer el repertorio para este tipo de voz. "Es nuestro ángel de la guarda", recuerda Sabata mientras atiende a EL ESPAÑOL en una cafetería de Madrid donde suenan de fondo Katie Perry, Lady Gaga, Pink o los Black Eyed Peas. Este jueves da un concierto en la Fundación Albéniz de la capital donde interpretará obras de George Friedrich Händel.
La época de los castrati
El barroco es un período talismán para los contratenores. En esa época existían los castrati, los cantantes sometidos a una castración en su niñez para conservar su voz aguda. Entre los famosos están Farinelli, Carestini o Senesino. En la época eran mucho más apreciados que las mujeres para determinados papeles, muy virtuosísticos y vistosos. El cambio en los gustos musicales y la prohibición de las castraciones acabaron con los castrati y sus papeles dejaron de estar interpretados por hombres hasta que se popularizaron los contratenores (a los que no se les extirpa ninguna parte de su cuerpo, claro).
No se nace contratenor. Sabata se hizo por azar. Era saxofonista y le gustaba cantar, pero se ganaba la vida como actor de musicales y comedias comerciales en Barcelona. De repente, cayó en sus manos un disco de Julio César en Egipto, una ópera de Händel, y Sabata tuvo una revelación. "¡Eso es lo que yo hago!", se dijo, y con 24 años comenzó a interesarse por el repertorio. Consiguió una beca de más de 20.000 euros para estudiar en la escuela Cantorum, de Basilea, pero le dijeron "que era demasiado mayor y que ya tenía un perfil que no encajaba", recuerda.
Sabata ha vuelto a Basilea como una gran estrella. Es, sin duda, el contratenor español con más proyección. Vive en Bruselas, pero calcula que se pasa al menos 240 días fuera de casa. "Ni te imaginas el número de puntos de compañías aéreas que tengo", bromea. Ha actuado en escenarios míticos como La Fenice de Venecia, los Campos Elíseos de París y los principales teatros y festivales en Viena, Moscú, Londres o Nueva York. Le encanta el barroco porque su música es más salvaje, sin los prejuicios morales, sexuales o de género que impregnaron el romanticismo y que él achaca en parte al catolicismo.
Contra la rigidez, artistas pop
Pero también rechaza "la rigidez de la puesta en escena del arte lírico", que ha creado una distancia entre el espectador y el cantante. "Si nos estamos convirtiendo casi en artistas pop es porque se está rompiendo esa rigidez". Por eso y por tirar de una determinada estética, potenciar lo físico (de Sabata se dice que es un sex symbol o icono gay) o grabaciones de discos como Bad Boys o Catarsis, nombres de un álbum pasado y otro por venir, respectivamente. Sin embargo, él defiende su trabajo y advierte de que "sin una personalidad, una cara bonita, una estética o una determinada energía no perdura en el tiempo".
Sabata tiene página en Wikipedia, pero en catalán, alemán o polaco, no en español. Trabaja mucho más en Francia, donde "lo que triunfa lo hace en todas partes", y en Alemania, "donde son mucho más exigentes, no se puede presentar nada que no tenga tres vueltas", explica.
"Allí necesitan el teatro para vertebrar la sociedad. Por algo reconstruyeron antes los teatros que los hospitales tras la Segunda Guerra Mundial. Quieren que les cuentes el mundo a través del teatro. Cuando te paran con mala cara después de una interpretación no te dicen que no les ha gustado. Te dicen que no lo han entendido. Aprecian el arte a través del conocimiento, aunque se dejen llevar por la belleza".
Cuando en España muchos teatros luchan por presentar la ópera como algo divertido, hedonista o para evadirse, Sabata pide ir un paso más allá. "Aquí la ópera es sólo entretenimiento", lamenta. "Tiene que serlo, pero no solamente. No se puede ir al teatro sólo por la belleza, porque no todo en la vida es bello".
Una de sus obsesiones es "humanizar la ópera para que la gente la necesite como eran necesarias las tragedias griegas". Otro de sus empeños es hacerla accesible.
"En un teatro provincial o estatal alemán, para empezar hay un presupuesto mayor que en los teatros de capitales españolas. ¡Hay ciudades de 200.000 habitantes donde tienen 20 millones de presupuesto!", dice, abriendo mucho los ojos.
El panadero y la ópera
Además de la financiación, el apego centroeuropeo por la ópera es cultural (y no al revés). "El panadero va a la ópera y al día siguiente, cuando vas a comprar el pan te dice que te ha visto como algo de lo más normal. Yo hago pan, usted canta. La ópera está integrada en la sociedad", describe.
Según él, hay iniciativas para recorrer ese trecho entre un concepto de ópera elitista, de evento social para entendidos, y el ejemplo del panadero alemán.
Hace poco, cuando actuó en Budapest, dio un concierto "a la una de la mañana en un plató de televisión en la zona de ocio llena de jóvenes. La política era la de no esperar a que los jóvenes se acercasen a la ópera sino ir donde estaban ellos. Así nos encontramos a cientos de chicos con pantalones de pitillo y barba que habían pagado 10 euros para escuchar cantatas de Vivaldi y música tradicional húngara", relata. "A veces nos complicamos la vida para buscar nuevos públicos, pero el público ya existe", promete.