Rafael Álvarez (Lucena, 1950) recorre los pasillos del Teatro Cofidis Alcázar con su camisa de cuadros por fuera del pantalón, su fular de enredaderas extrañas y su zapato cómodo, blando. Después de 46 años sobre las tablas es normal: está en casa, pisa seguro. En un rato volverá a ser ante el público el pícaro primero de España -con todo lo que tiene eso de gen nacional-, El Lazarillo de Tormes, pero y qué. No hay nervios, sólo un viejo duende desperezándose en la carne. Lleva toda la vida haciéndolo. Tiene dentro la rufianería, cosida a la ropa, muy cerca de la piel.
Álvarez luce brazos fibrosos, mirada ávida, nudillos marcados. Se viste con la camisa saco -color blanco roto- cerrada con cordones que termina en mangas anchas, épicas y casi flamencas. Le hace juego con el pelo de rizos cansados, con el bigote de mítico que le cubre el gesto amable. Luego llega el chaleco de bandolerillo de pueblo. Se deja colocar cables y micrófonos por los técnicos mientras ignora el espejo del camerino. Nada que ver ahí. Él ya se sabe. Gasta la mirada reflexiva y perdida del que está a punto de saltar y calibra lo que viene.
Son las ocho y veinticinco y va a empezar la función en breve. Se oyen los murmullos del público, como un enjambre impaciente. Así son los lunes desde enero y así serán hasta el 11 de junio: el escenario de madera, el taburete bajo, las luces suficientes. Y su público encantado, y sus recorridos de culebra para estar más cerca de él, para invadir el pasillo que separa los dos bloques de butacas y generar giros de cuello, risas, bobas bobaliconas, pupilas ávidas. Ocho y media en punto. Todo empieza a suceder.