Dice el dramaturgo Juan Mayorga (Madrid, 1965) que el pasado nunca está detrás, que siempre está dentro. Hace ocho años fue por primera vez a Varsovia por la edición de una pieza suya en polaco y, cuando tuvo un rato libre, echó a caminar por la ciudad hasta que dio con lo que le pareció una iglesia antigua. “Me acerqué a ella y vi que era una sinagoga. Recordé que, de chaval, yo iba a leer Astérix y Obélix, Tintín y luego Miguel Delibes a la biblioteca popular que está en Iglesia, y que una vez alguien me dijo ‘mira, ahí al lado está la sinagoga de Madrid’, pero yo nunca entré”, evoca.
“Nunca he olvidado que siempre había un coche de policía en la puerta. Y en la de Varsovia también. Entré y me encontré con una exposición que mostraba fotos del gueto. Yo tenía el mapa de mi hotel, y empecé a marcar cruces, porque cada foto te señalaba el lugar donde se supone que había sido tomada”.
De chaval, yo iba a leer Astérix y Obélix, Tintín y luego Miguel Delibes a la biblioteca popular que está en Iglesia, y que una vez alguien me dijo ‘mira, ahí al lado está la sinagoga de Madrid’, pero yo nunca entré
Al salir de la sinagoga, acudió a la ubicación de la cruz más cercana. “Vi que no había nada, que no sólo habían desaparecido las personas, sino todo un mundo de experiencias. Después me encontré el monumento al gueto de Varsovia. Esa piedra negra rodeada de grandes edificios de época, de los cincuenta y los sesenta, de ese desarrollo de los países del este… me di cuenta de que había perdido la noción del tiempo, que había caído en un agujero, que estaba anocheciendo, aunque en Varsovia anochece muy pronto, tampoco vamos a exagerar”, ríe.
Mayorga (La lengua en pedazos, Reikiavik) quiso compartir esa experiencia con el teatro. Quería hablar de lo que ya no se ve. De lo que hemos tapado. De los pájaros oscuros de nuestra memoria. De las capas colocadas encima del dolor. De la sociedad hedonista y cobarde que guarda sus vergüenzas debajo de la alfombra. De todo eso va El cartógrafo, su nuevo trabajo, protagonizado por Blanca Portillo y José Luis García-Pérez.
Mapas de la memoria
Aquí el mapa como motivo poético. Como plataforma para mirar, escoger y representar. Para no volcarlo todo; sino elegir lo imprescindible. Para encontrar nuestras cruces vitales olvidadas y recorrernos. Recordarnos. Ser conscientes de nuestras identidades enquistadas. Pueden hacerse mapas de todo, dice la obra. De los amores. De los traumas. De los amigos perdidos. De los muertos. De los bares, las camas, las bibliotecas en las que fuimos felices. Hay mapas elaborados para la defensa. Y otros hechos para que caigan en mano del enemigo y confundirle, equivocarle. De eso se da cuenta Blanca, esposa española del embajador, cuando se muda con su marido de Londres a Varsovia y hace el mismo recorrido que un día hizo Mayorga: de la sinagoga a las fotos del gueto, de las fotos a caminar la ciudad y descubrir los vacíos.
Blanca, la protagonista hace en la obra el mismo recorrido que un día hizo Mayorga: de la sinagoga a las fotos del gueto, de las fotos a caminar la ciudad y descubrir los vacíos
“En Mayorga hay una especie de compromiso con su mundo, una capacidad para mirar el presente sin olvidarse nunca del pasado”, reflexiona Portillo. Ha salido llorando, temblorosa y agotada, de la primera función de El cartógrafo. Parece sentir ese cosquilleo placentero que llega a los músculos después de descargar los tormentos. Ha levantado, con el también exquisito García-Pérez, un texto que estaba diseñado para 16 actores. Se ha desdoblado hasta la náusea.
“Hay algo”, sonríe. “Hay algo entre el olvido y la memoria y Mayorga lo llama de una manera bellísima: la dictadura del presente. El presente a veces lo devora todo. Pero debemos convivir permanentemente con el pasado, que todos queramos olvidar desde lo más íntimo a lo más grande: nuestro pasado personal, el de nuestra familia, el de nuestra ciudad, el de nuestro país, el de nuestro mundo. Todo eso está unido. Es imposible desconectarlo”.
¿Y el franquismo?
Cuando Blanca -la mujer del embajador- sigue el rastro de las fotos, llega a la leyenda de la niña que vivió en el gueto de Varsovia y que elaboraba mapas con su abuelo. Intenta buscarla. ¿Seguirá viva? Necesita saber. Necesita coser los puntos de sutura nazi y así reconciliarse consigo misma. Con sus propios agujeros. Con la pérdida de su hija. Ante la pregunta de EL ESPAÑOL a Mayorga, Portillo y García-Pérez sobre qué hacer con nuestra gran herida nacional -el franquismo- y cómo gestionar nuestra memoria histórica, Blanca responde que el teatro hace preguntas para que el público encuentre la respuesta.
“En el texto hablamos de las avalanchas. De que cuando dejas una capa frágil, sin curar, lo más probable es que todo se desmorone y se nos venga encima. Las heridas mal cerradas… son mal asunto. Hay opciones, pero negar lo ocurrido es absurdo, creo”, sostiene. “Yo tengo mis opciones personales como actriz, mujer y ciudadana, pero la función no es inductiva”. “Lo que no tiene sentido es no hacerse la pregunta, si eso te responde”, sonríe García-Pérez. “Tapar la pregunta es mentirse”.
En el texto hablamos de las avalanchas. De que cuando dejas una capa frágil, sin curar, lo más probable es que todo se desmorone y se nos venga encima. Las heridas mal cerradas… son mal asunto
Cuenta Mayorga que ellos no comparten esa visión del teatro como lugar donde uno defiende una posición, sino que quieren construir “una experiencia poética que se extienda a la experiencia de cada espectador: su conciencia, su memoria, su sensibilidad”. “Lo que nos rodea tapa cosas. Y eso nos impide recordar que aquí [bajo la sala de ensayos La Ventana, en Urgel] estaba la cárcel de Carabanchel, y este es un espacio de dolor, pero también oculta que mi abuela Vicenta vivía aquí al lado y, cuando empezaron a entrar las tropas, agarró a sus hijos y se fue, cruzó el puente para lo que ellos llamaban Madrid, porque Carabanchel no era Madrid”, esboza.
La memoria es costosa, subraya. Es difícil, como la nieve de las avalanchas. Exige preguntarse, detenerse. “Posiblemente, hay espectadores que tienen algún familiar en alguna cuneta y otros que tienen su propia Alba [la hija de los protagonistas] en casa, o sus propios mundos reprimidos”, continúa. “El nuestro es un proyecto de hacer memoria, como el de la niña y el abuelo. Y, en particular, el nacionalsocialismo es un proyecto de olvido, no sólo un proyecto de exterminio, de que no quede rastro de nadie, sino también de que no quede memoria. La pequeña fuerza de la cría y el abuelo es su capacidad de mirar, escoger y representar”.
Función desnuda: sólo dos actores elocuentes, una mesa, un par de sillas, y la inteligencia del público. “El verdadero acto político es confiar en el espectador”.