Decía Virginia Woolf que, por muy poco romántico que suene, la libertad intelectual tiene mucho que ver con la libertad económica. En Una habitación propia (1929) argumentaba que las mujeres siempre han sido pobres -se las relegaba a la casa, se las cargaba de hijos y se les quitaba la potestad de decidir sobre su propio dinero: el marido era el gestor- y que por eso la tradición literaria ha estado dominada por los hombres. Más importante que el derecho al voto, aseguraba, es tener independencia monetaria: para pintarle al canon dos trompas de falopio, queridas, 500 libras al año y un cuarto propio.
“Con un sueldo fijo, ninguna mujer odiará a ningún hombre. Tampoco tendrá que venerarle. Sencillamente, no le necesitará”. Aquí la fórmula para que a las hembras les resbalen, por fin, desprecios y favores. La actriz Clara Sanchís será Woolf en el Teatro Español a partir del 27 de abril hasta el 21 de may, con su silueta flaca y enérgica, sus nudillos marcados y rabiosos -explicándose-, su piel pálida y su discurso limpísimo, descacharrante, inteligente, ácido, creciente de tensión.
Ella solita levanta el texto a fuerza de ironía galopante y acompañada de una alfombra, unos libros polvorientos y un piano donde a ratos se vuelca y golpea
Ella solita levanta el texto a fuerza de ironía galopante y acompañada de una alfombra, unos libros polvorientos y un piano donde a ratos se vuelca y golpea. La adaptación merece la pena. Al principio habla liviana y anecdótica: que si el menú que ponen en el colegio de hombres y el de mujeres, que por qué ellos lenguado y ellas carne mala; y por qué ellos ese postre sabroso y ellas esas natillas tristes; y por qué ellos vino y ellas agua templada.
Parece una crítica insustancial, pero a lo largo del relato uno entiende la hondura: las compañeras siempre se han llevado la peor parte. Se las ha educado en las sobras, en la segundonería, en la estrechez. No había que fomentar ninguna aptitud en ellas, no había que cubrir de algodones su cerebrito creativo: tenían las manos hechas para el agua sucia de los platos.
Total, mientras ellos se partían el lomo conquistando imperios, desentrañando fórmulas y escribiendo libros, ellas andaban pariendo todos los hijos de este mundo, cuidando casas, removiendo pucheros, acicalando churretes. ¿Cómo no tuvieron tiempo? ¿Por qué nunca una Newton? ¿Y una Shakespeare? Qué raro que no se formaran, si sólo las dejaban entrar en las bibliotecas acompañadas de un hombre.
¿Shakespeare mujer?
“Desde la servilidad y la incultura no se consigue nada”, recuerda Sanchís, con su médula woolfiana. Y fabula acerca de una hermana ficticia de Shakespeare que portase sus mismas cejas, idéntico fulgor en la retina, paralelo talento, genio equidistante, afán de aventura, apabullante imaginación y comparable pasión por la literatura y el teatro.
Su vida habría sido muy diferente: carente de educación mientras su hermano va al colegio, subestimada por los círculos artísticos -sólo con un leve interés de la crítica masculina si existe ocasión de sexualizarla-, ceñida al corsé de esposa y frustrada. Lo lleva aún más lejos: "Si Shakespeare hubiese sido mujer, se habría suicidado". Y pinta a esa señorita no nacida descansando bajo tierra.
Samuel Johnson dijo que una mujer predicadora era como un perro bailando sobre dos patas: "No lo hace bien, pero es sorprendente que lo haga". Lo mismo con la pintura, la interpretación, la escritura
Woolf trata de ahondar en esa minusvalía femenina y hunde la nariz en los libros. Entonces descubre: Napoleón y Mussolini subrayaron su inferioridad; Goethe las honró, Pope creía que carecían "de todo carácter", muchos dudaron de si tenían alma y otros las aplaudieron como a semidivinidades. Samuel Johnson dijo que una mujer predicadora era como un perro bailando sobre dos patas: "No lo hace bien, pero es sorprendente que lo haga". Lo mismo con la pintura, la interpretación, la escritura. Qué graciosas y torpes, qué animales dulces y osados. No.
Por qué tan enfadados
Se pregunta la escritora por qué ellos están tan enfadados. Por qué rasgan con tanta irritación los papeles recordando que las mujeres están por debajo. Por qué las subestiman pero, a la vez, no paran de hablar del sexo opuesto. Están obcecados, concluye, en su propia supremacía natural. “Si ellas no fueran inferiores, ellos no serían superiores”, guiña la autora.
Sube la tristeza. La desazón. Las coñitas mutan en amargura. Llega Sanchís a clamar por la herencia vacua que nos han dejado nuestras madres y abuelas. Qué hicieron por nuestro patrimonio vital, por nuestra dignidad agrietada. Habla por las asistentes “y por las que hoy no escuchan esto porque están preparando la cena para otros o acostando a los niños”. Levanta la voz por las poetas que no fueron y por esa Newton que llegará si ponemos de nuestra parte. Si seguimos peleándolo, demostrándolo.
La actriz acaba temblando, sudando. La niña que está sentada a mi lado lleva los ojos vidriosos. ¿Lo mejor? Que el primero que levanta a aplaudir es un hombre.