Lluís Pasqual tiene 67 años y las ojeras que requiere el arte obsesivo. A veces se calza unas gafas de sol de gángster y posa para los periódicos en los portales, con un aura que oscila entre el pensador vanguardista y la resabiada estrella del rock. Dice que él empezó a hacer teatro “porque no podía hacer política”. Quería “arreglar el mundo” y le dio por batallar en las tablas, haciendo, a sus ojos, “montajes llenos de carencias”, pero que se volvían revolucionarios gracias -o por culpa, más bien- de la mirada franquista, de la óptica estrecha y retrógrada.
De alguna manera su propuesta la sentía fundamental porque “suplía una parte de la conciencia cultural colectiva que no se podía llenar durante el Régimen de cualquier otro modo”: “La complicidad llegaba a extremos casi poéticos. Todo el mundo sabía que una sábana colgada no era una sábana, sino una bandera; lo sabía hasta el censor”, contaba en una entrevista del documental El Teatro Independiente en España.
Hoy dimite como director del Teatre Lliure, que fundó en 1976 y se convirtió en una institución pionera: ahí un modelo de teatro público gestionado desde una fundación. Él sólo soñaba con “quitarse la caspa de encima”, con intervenir la cultura desde la educación, y no imaginaba entonces que iban a ser los tiempos modernos los únicos capaces de derribarle. Sobrevivió a la dictadura y cayó en la democracia. Este verano, la actriz Andrea Ros le acusó de “abuso de poder”, de “tiranía”: “Lluis Pasqual me ha ridiculizado, me ha puesto en evidencia, y lo he visto hacerlo impunemente porque es ‘un genio’, y los genios insultan y tratan mal a la gente”. Se le llamó misógino. Se le reprochó su “despotismo, especialmente con las mujeres”.
Primer dardo: misoginia y abuso
El colectivo Dones i Cultura -formado por más de 800 profesionales del sector- respaldó a la joven Ros y explicó que como asociación feminista no iban a permitir “que se mantenga en posiciones de responsabilidad a personas que maltratan a otras aprovechando su relación de poder”. La denunciante clamó por un teatro “libre, feminista, joven, compartido y sin miedo”, y su deseo ha impregnado el ambiente de trabajo: Pasqual, el hombre que creía que la sociedad estaba enferma y era tarea del teatro medicarla, se va porque “la calumnia ha contaminado al Teatre Lliure”, y tira la toalla a pesar de haber recibido férreos manifiestos en su defensa. Lo han apoyado artistas de la talla de Núria Espert, Rosa Maria Sardá, Carmen Machi, Marisa Paredes, Ana Belén, Antonio Banderas, Juan Echanove o Eduard Fernández. También directores como Josep Maria Flotats, Daniel Bianco y Pablo Messiez.
El padre de Pasqual siempre le decía que “a los sitios hay que ir con un maleta, para cuando te tengas que marchar, y procurar que el sillón no coja tu forma”; pero aunque se haya esforzado por plantear nuevos retos e interrogantes en cada temporada, los detractores le tachaban ya de acomodado, de obsoleto. Pocos discuten su capacidad artística, pero sí arremeten contra sus maneras crueles hacia los subordinados. Los críticos no aceptan que un director esté más de dos mandatos en el cargo y señalan su falta de paridad a la hora de confiar en nuevos creadores, su carente empatía. Ademas, extrañan la capacidad de diálogo y buen trato que requieren estos tiempos cívicos. Un grito en el entorno laboral ya no es tolerable.
Segundo dardo: equidistancia política
El problema, subrayan, es el viejaescuelismo. A pesar de que Lluís Pasqual se ha doblegado al parecer de los opositores, en el bando defensor se opina abiertamente que está siendo sometido a una “caza de brujas”, y no sólo por aquellas voces que le bautizan como rey del cipotudismo teatral -incapaz de adaptarse a un mundo que exige renovadas sensibilidades hacia las mujeres-, sino por los que no soportan que no haya avalado la causa independentista; los que no consienten que sea “equidistante”.
Así lo deslizan muchos de sus colegas, como adelantaba ABC: Pasqual es incómodo para ciertos sectores del separatismo porque nunca se ha mostrado a favor de su lucha y porque siempre ha intentado desvincular al teatro de intenciones panfletarias. Ha programado por igual obras en catalán como en castellano y su criterio siempre ha sido la excelencia artística. Subrayan que los adeptos a Dones i Cultura -los que “jalean” su iniciativa- son amigos también de los lazos amarillos. Dentro del Patronato del Lliure hay miembros de las administraciones catalanas que le reprochan a Pasqual su escaso compromiso -dada la delicada situación actual- y no entienden que no se haya posicionado con vehemencia, por ejemplo, a favor de la libertad para los políticos presos. Su pregunta es: ¿cómo un teatro mítico del catalanismo anda tan tibio?
Pasqual asevera al respecto que “un teatro y un equipo son un espacio de encuentro dialéctico, no un lugar de confrontación: si yo soy el motivo de esa confrontación lo mínimo que puedo hacer por respeto al teatro y a mí mismo es dejarlo”: “No me interesa el poder”, guiña. “Lo tuve en mis manos desde muy joven y siempre me ha parecido solo un peaje ingrato que permitía, si no otra cosa, arrancar proyectos artísticos”, señala en su carta enviada a Ramon Gomis, presidente de la Fundación del teatro.
La mirada libre no muere
Es difícil discernir aquí, en medio de tantos mensajes enfrentados, dónde empieza la víctima y acaba el verdugo. Sea como sea, la campaña de persecución -por una razón u otra- ha dado sus frutos y Pasqual ha decidido ponerse a un lado, quizá favoreciendo así un relevo más joven y apetecible para los nuevos creadores y sus propuestas. Lo que queda, como escribió la alcaldesa Ada Colau en su cuenta de Twitter, es el Lliure como un “referente imprescindible de la escena teatral mundial, como lo ha sido bajo la dirección de Lluís Pasqual, otro imprescindible a quien Barcelona reconocerá y querrá siempre”.
Al dramaturgo no se le cae una industria porque nunca entendió el teatro como tal, sino como una propuesta “artesanal” a la que quiso librar siempre de la privatización y la indignidad. Peleó por la “mirada libre” de su espacio, pero, aunque ahora se marche, ese enfoque vital se lo lleva puesto.