Un tío y una sobrina se prometen en matrimonio. Lo hacen voluntariamente, pero no están felices. No se miran. Sus gestos son graves. El motivo no es el remordimiento por la naturaleza más o menos incestuosa del vínculo. Tampoco porque estén coaccionados, ya que el tío Santi podría seguir soltero sin mayor problema y la sobrina, Ana Mari, también. El primero ve en su joven familiar el rostro de la madre de ésta, ya fallecida, de la que estuvo enamorado años atrás. La sobrina ve en su tío un hombre bondadoso al que consagrarse, sin pulsión amorosa o sexual alguna, desesperanzada porque el hombre al que ama, José Miguel, prefiere la mala vida a sentar la cabeza.
Así transcurre la escena más intensa de El Caserío, la célebre zarzuela del compositor vasco Jesús Guridi, que ha sido la elegida por el Teatro de la Zarzuela para arrancar este jueves su temporada lírica. El director de escena, Pablo Viar, y el escenógrafo, Daniel Bianco (director también del teatro) hacen un esfuerzo por dotarla de dramatismo. El efecto visual es muy atractivo sobre las tablas. Tras ellos, bien iluminados y sufriendo en primer plano, están todos los vecinos del pueblo. Disfrutan de un partido de frontón que se desarrolla a cámara lenta, ralentizando así todo el contexto de la obra, que no es otro que las esencias del costumbrismo vasco. En ellas, en el microcosmos de la aldea, del frontón, el folclore y las fiestas, es donde viven los sentimientos universales.
Hay elementos de la trama de El Caserío, estrenada en el Teatro de la Zarzuela en 1926, que resisten regular al paso del tiempo: matrimonios entre miembros de una misma familia, su propia concertación, el tópico del hombre experimentado, poderoso y preocupado y una mujer joven e idealista, la importancia capital de perpetuar la casa familiar en la aldea que ha pertenecido a varias generaciones o, de forma más amplia, el concepto de indiano y la vigencia de la aldea como ideal de comunidad en una sociedad cada vez más fragmentada, individualista y que se vacía desde el rural hacia las metrópolis.
Si por algo destaca la versión de El Caserío, una producción del teatro Arriaga de Bilbao y el Campoamor de Oviedo, es por la bella partitura compuesta por el maestro vasco y la lectura que de ella hace otro vasco, Juanjo Mena, uno de los directores de orquesta españoles con más recorrido internacional en la actualidad. Es la música, bella e imperecedera, la que acorta al máximo la distancia entre el libreto, casi centenario y con algunas limitaciones argumentales, y el corazón de un espectador de hoy.
Duro trabajo de Mena
Mena parece haber trabajado duro con la Orquesta de la Comunidad de Madrid (ORCAM) hasta obtener un resultado vivo, vibrante, muy ágil (más que otras producciones anteriores) y con una gran personalidad que emana del foso. Se comprueba especialmente en los momentos en los que la orquesta se convierte en un personaje más de la aldea vasca, como en el preludio del segundo acto, o en el acompañamiento tanto de las escenas más líricas (Yo no sé qué veo en Ana Mari, de José Miguel, por ejemplo) como las más cómicas (Chiquito de Arigorri). Sólo por eso, ya merece la pena.
Además, el reparto es muy equilibrado y esa cohesión funciona en comunión con la batuta de Mena. El tenor Andeka Gorrotxategui (José Miguel) y la soprano Raquel Lojendio (Ana Mari) encarnan con credibilidad al dúo de jóvenes protagonista, con voces amplias y técnica correcta y cualificada. Ella, íntima y frágil; él, con más recorrido dramático, desde la burla libertina al enamoramiento y el sufrimiento. El barítono Ángel Ódena (el tío Santi) aporta la autoridad y aplomo que se espera de él, aunque quizás lo estereotipado del personaje hace que en algunas ocasiones parezca un poco frío. En cualquier caso, los tres están en su sitio, a un peldaño de lo espléndido, como el resto del reparto, en el que brillan las dotes dramáticas y la presencia de Pablo García López (el cómico Txomin).
La dirección de escena no es arriesgada, pero sí muy dinámica, y traslada bien el vibrante y exuberante viejo espíritu de las aldeas en las que, sin duda, se inspiró Guridi para hacer de esta obra pura diversión. Todo funciona con eficacia, desde el frontón a la cuerda, pasando por la introducción del conjunto de danza Aukeran Dantza, toda una exhibición de baile vasco que aporta un colorido extra al de otros elementos estructurales de la obra. Se nota que Viar ha trabajado en la dirección de actores y la obra lo agradece en un buen estreno que, como explicaba Bianco en la presentación de la obra a los medios, saca a la zarzuela de Madrid en pro de un género plural como el propio país.
El Caserío se representa en el Teatro de la Zarzuela en Madrid hasta el 20 de octubre con dos repartos.