El sonido del corno inglés se abre paso con dulzura entre los sencillos arpegios del arpa y unos suaves pizzicati de las cuerdas. Compás a compás, la bella introducción orquestal de la última escena de la ópera va inoculando desde el foso un potente virus que inunda en pocos segundos todo el teatro. Mientras, sobre el escenario, la protagonista extiende, en silencio, un enorme manto negro que lo cubre todo. Para cuando abre la boca, el público ya se ha contagiado y se dispone a asistir, rendido pero sin darse cuenta, al delirio que está a puntito de llegar.
Una función de ópera es el producto del ensamblaje de muchas piezas que implican a cientos de personas a lo largo de meses, cuando no años: desde programadores hasta músicos, técnicos y otros trabajadores del teatro. Pero, como ocurre en la escena final de Il Pirata, de Vincenzo Bellini, todo acaba reducido a una experiencia íntima del espectador, en este caso a través de la protagonista, que lo concentra todo. Como si el teatro hubiese sido diseñado y construido exclusivamente para que esas dos personas, espectador y artista, se encontraran a solas una única vez en la vida. Magia.
Eso es lo que ocurre en los últimos y vibrantes 20 minutos de Il Pirata, una ópera estrenada en 1827 y que jamás se había escuchado en el Teatro Real. El éxito radica en la elección del dúo protagonista, sencillamente de ensueño, con la sorprano búlgara Sonya Yoncheva y el tenor mexicano Javier Camarena, convertido este último en icono y talismán de la institución madrileña.
Yoncheva es la protagonista de la última y épica escena de locura escrita por Bellini en esta ópera, la primera flor de un Romanticismo que se convertiría en un bosque frondoso en los años y décadas siguientes, con muchas más mujeres que pierden la cabeza, desde Lucia de Lammermoor hasta Tosca o Butterfly.
La voz de Yoncheva es grande, muy flexible, no de un timbre particularmente dulce, pero de una precisión técnica y una ejecución impecables que ella sabe desplegar majestuosamente, con una seguridad pasmosa, sin titubeo alguno. Su personaje, Imogene, ha perdido la cabeza tras la muerte primero de su esposo, Ernesto, y después de Gualtiero (Camarena), su amor de juventud y de verdad, un pirata que vuelve para arreglar cuentas con el pasado y su rival. "¡Oh, si pudiera disipar las nubes que cubren mi frente! ¿Es de día, o ha anochecido? ¿Estoy en mi hogar... o estoy sepultada?", se pregunta en un escenario que va adoptando, poco a poco, la forma de un ataúd forrado de espejos.
Tras la introducción orquestal llega un recitativo, un aria y una cabaletta, tres formas diferentes para la voz que ella acomete con igual eficacia, sin una nota dudosa, pasando de graves sólidos a agudos que cortan la respiración, sorteando las infinitas dificultades que Bellini puso en la partitura, un reto vocal al alcance de unos pocos.
En Yoncheva resuenan las referencias vocales, que no dramáticas, de María Callas, que recuperó la partitura a finales de los años 50 tras alrededor de un siglo desaparecida de los teatros. O de Montserrat Caballé, que unos años después ofreció una versión completamente diferente, pero también magistral.
Igual de importante que el papel de Imogene es el de Gualtiero, interpretado por Camarena, que justo antes de la escena final despliega toda su potencia con otra aria, la que precede a su propia muerte como héroe romántico ("Espero que mi recuerdo no sea odiado por siempre. Si he sido despiadado y salvaje, fui desgraciado también").
Un Camarena suntuoso
Camarena es harina de otro costal. Su voz no es tan grande, pero él le saca un gran partido con interpretaciones muy cuidadas en la técnica y, sobre todo, de pasión en cada nota. Camarena se entrega en cada frase y la presencia de su voz dramática es coronada por celestiales sobreagudos: su ya mítico do de pecho, al que los espectadores del Real se están acostumbrando peligrosamente, como si fuese lo normal. Es, sin duda, lo habitual en un Camarena que trabaja a conciencia y que es capaz de cumplir no sólo con ese do sino con el re que la endiablada partitura de Bellini le tiene reservado. El tenor mexicano brilla también con fuerza, sobre todo en el segundo acto, confirmándose de nuevo como uno de los amuletos de la institución madrileña.
Al lado de estos dos monstruos vocales, el resto del reparto palidece y, en realidad, salvo George Petean, un Ernesto no demasiado interesante, apenas tiene momentos estelares. Il Pirata comparte libretista con L'elisir d'amore, de Donizetti, que se pudo ver justo antes sobre las mismas tablas. Las dos obras están a caballo entre el clasicismo que se resistía a morir y el romanticismo que poco a poco se abría paso coincidiendo con la muerte de Beethoven. Hay muchos elementos que se adentran en la psicología atormentada de unos personajes que luchan contra los elementos. Lo que hay en la obra es poquitas posibilidades para el teatro, por lo que el espectador debe concentrarse en lo vocal, un difícil examen que esta producción pasa con matrícula de honor.
Una escena que no molesta y una orquesta que brilla
La fría puesta en escena de Emilio Sagi ni arriesga ni molesta, con algunos efectos agradables. La acción ha sido completamente deslocalizada. De lo contrario, la intensa nieve sobre Sicilia sólo podría explicarse como la materialización de las peores pesadillas de Greta Thumberg. Del blanco primera comunión al negro aciago, el vestuario palaciego se pasea por un escenario rodeado de espejos que se van moviendo hasta convertirse en una prisión donde se desgañitan los sentimientos.
La orquesta está comandada por Maurizio Benini, un director que le aporta la identidad adecuada al foso, que marca ya sus intenciones desde la obertura inicial. Benini imprime agilidad a una dirección musical vibrante, pero no caprichosa, y acompaña a los cantantes con mimo, especialmente a Yoncheva en su escena de la locura. El coro ofrece un inicio punzante y vigoroso y sus apariciones son de una alta homogeneidad y presencia, aunque a menudo medio tiempo por detrás de la batuta, algo que acaba siendo molesto. En cualquier caso, la dirección musical es, sin duda, la tercera atracción de una producción que, siendo la primera en el Real, deja el listón tan alto como el apasionado disfrute del público.
(Il Pirata, de Vincenzo Bellini en una producción de La Scala y el Teatro Real, se representa con tres repartos hasta el 20 de diciembre).