¿Qué hubiera pasado en la Inglaterra de Shakespeare si la sombra del brexit hubiera existido? De qué habrían hablado sus brujas, qué hubieran dicho sus profecías. La sombra del autor británico es una de las claves de Jerusalem, el imponente texto de Jez Butterworth que triunfó en su versión inglesa protagonizada por Mark Rylance y que hasta el 1 de marzo puede verse en el Teatro Valle Inclán de Madrid.
Una pieza que radiografía de forma despiadada, divertida, irónica y mordaz una Inglaterra rural en época del brexit. No se habla de ello explícitamente, pero su sombra está ahí. Jerusalem, que se describe como “una obra dionisíaca, la celebración del caos, el desorden y la libertad”, juega con los géneros y se inspira en la letra de la canción homónima, creada por Sir Hubert Perry el 1916 a partir de unos versos del artista y poeta William Blake. Con esos mimbres nos sitúa en el día de San Jorge en una de esas localidades rurales donde votaron que querían irse de Europa. Allí vemos a Johnny 'El Gallo' Byron, gitano y camello que vive en un remolque y amenazado con el desahucio.
La vida, como El Gallo la conocía, se ha acabado. El bosque mágico desde donde él narra sus historias a todos los jóvenes que se acercan a por droga y a salir de fiesta con él se está convirtiendo en un núcleo urbano lleno de chalets para gente de clase alta. Chalets que nunca tendrán los cuatro gatos que viven en el pueblo. Una vida que verán a diez metros mientras ellos están condenados a matar vacas en el matadero y sobreviven bebiéndoselo todo y metiéndoselo todo durante los fines de semana y las fiestas populares.
Y así, sin hablar explícitamente de ello, Butterworth construye un retrato de ese Reino Unido en los que los viejos votaron Sí por el Brexit condenando una vez más a sus hijos. Uno no hace más que preguntarse qué hubieran votado los chavales que visitan la caravana de El Gallo -interpretados por un reparto de actores catalanes impresionante-. Está claro que Lee votaría 'No' al brexit. Él quiere huir del pueblo, conocer otra vida, conocer otras culturas. Pero quizás su amigo Davey ni siquiera se acercaría a las urnas. Ha aceptado con resignación su destino: trabajar como un cerdo en el matadero por cuatro libras que se gasta en pintas cuando sale para no tener que cuestionarse todo.
Todos ellos son libres cuando se acercan a 'El Gallo', una presencia mágica, casi como un druida que les enseña lo que es la libertad real, la que le ha llevado a desafiar el orden establecido. No tirarán su bosque para que los ricos encuentren más espacios. Ese claro es suyo y de todos los que se acercan a escuchar sus historias, aunque sepan que son inventadas… o no.
Nunca salimos en las tres horas de representación del ‘hogar’ de este gitano, pero no hace falta para que decenas de temas pasen por allí. Los olvidados, las generaciones de jóvenes que no importan a los políticos, a los que sólo vemos cuando nos acercamos a hacer turismo rural. Son los jóvenes de Trainspotting, que décadas después siguen ahí, ahora en su pueblo sobreviviendo mientras el resto decide por ellos.
También está el choque generacional en esta Inglaterra profunda, rural, y olvidada. Unos padres capaces de meterse heroína mientras inculcan a sus hijos unos valores fruto de un complejo de clase y de unos sueños que nunca cumplirán. Ellos querrían vivir en esos chaletes, pero sus hijos son más conscientes de que no lo harán y por eso viven su existencia gris como pueden en el sitio donde les ha tocado por azar. Una sociedad hipócrita y mojigata que señala al diferente.
Jerusalem no sería la misma sin un personaje tan carismático como Johnny ‘El Gallo’ Byron, pero tampoco sin la interpretación de Pere Arquillué en un trabajo bárbaro, explosivo. Una composición complelísima llena de matices que podría haber caído en el exceso, pero en la que controla hasta el último gesto. Una de las obras de las que se hablará a final de año cuando recordemos los grandes montajes de este año.