Pacto de Estado. Ésa es la letanía, una y otra vez, cuando se aborda el problema de la educación en España. Y no es para menos, sobre todo si tenemos en cuenta que, desde 1970, se han sucedido siete leyes distintas. Y las que pueden venir. Quizá por eso, sorprende que este año conmemoremos 160 años desde la aprobación de la conocida como Ley Moyano, impulsada en 1857 para ofrecer un marco estable al sistema educativo español y que se mantuvo vigente en su esencia, aunque con cambios en su desarrollo, durante 113 años.
¿Es que a mediados del siglo XIX resultaba más fácil llegar a un consenso? Basta leer cualquier resumen histórico para dudarlo: tras las Cortes de Cádiz y la reinstauración del absolutismo con Fernando VII, España había vivido en un continuo vaivén político, y la segunda mitad de siglo no haría más que acrecentarlo, experimento republicano incluido. Pero sí era cierto que las sucesivas reformas que los distintos gobiernos habían ido implantando fueron, poco a poco, convirtiendo al sistema educativo español en uno más acorde con su tiempo, haciéndolo depender del Estado y cuyos contenidos se fueron unificando.
A pesar de todas las diferencias políticas, era cada vez más evidente que España estaba perdiendo el tren europeo, al sufrir unas tasas de analfabetismo que la colocaba en la cola del continente. Y el hecho de que nadie, salvo la Iglesia, se quisiera hacer cargo de las escuelas, hacía que éstas fuesen una ruina a la que muchos niños ni siquiera iban.
En tiempo récord
Durante el bienio progresista (1854-1856), el ministro Manuel Alonso Martínez había esbozado ya un proyecto de reforma que los moderados no tuvieron ningún reparo en asumir y completar. El procedimiento que se siguió para sortear que la reforma se empantanara en continuos debates en el Congreso fue mediante la aprobación de una Ley de Bases por la que las Cortes marcaban al Gobierno las líneas maestras de lo que debería luego desarrollar la legislación.
La Ley de Bases se aprobó el 17 de julio de 1857, y muy poco después, el ministro de Fomento Claudio Moyano logró la aprobación de la Ley de Instrucción Pública que la desarrollaba el 9 de septiembre. Un tiempo récord para un asunto, hasta entonces, muy complicado.
La ley era hija de su tiempo y, por tanto, consagraba una concepción elitista de la educación superior y otorgaba a la Iglesia un gran control sobre los contenidos educativos, algo obligado en gran parte por lo establecido por el Concordato. Pero representó un avance porque establecía, por primera vez, la obligatoriedad de la enseñanza para todos los niños menores de nueve años, una obligatoriedad que incluía también a las niñas.
Aunque, todo hay que decirlo, los programas de unos y otras diferían: donde a los niños, en la educación superior, se les impartían asignaturas como Agricultura, Geometría o Física, ellas tenían otras bajo el nombre de Labores propias del sexo, Elementos de Dibujo dirigidos a esas mismas labores, o nociones de Higiene Doméstica.
La Iglesia, presente
Con la Ley Moyano, la primera enseñanza quedó en manos de los ayuntamientos. La segunda, de las provincias, mientras que la Universidad pasó a ser competencia exclusiva del Estado. Se estableció la exigencia de que todos los niños estudiaran con los mismos libros de texto y, aunque se permitieron los centros privados en las enseñanzas primera y segunda, eran una concesión del Estado y debían estar plenamente integrados en el sistema educativo general.
Era un progreso con respecto a las décadas anteriores, en las que las órdenes religiosas gozaban de una total libertad a la hora de impartir las clases, pero aun así permitió que la Iglesia siguiera teniendo una ominosa presencia en todo el sistema educativo.
La última gran aportación fue el decidido empeño, al menos sobre el papel, en fijar unos sueldos decentes que permitieran a los maestros poder vivir dignamente de su trabajo. Luego vendrían los incumplimientos, sobre todo en la primera enseñanza, en la que los pagos debían proceder de los ayuntamientos.
Y también consagró una idea de la universidad como destino sólo para unas élites, con otro camino profesional alternativo para el resto. Pero al menos, consiguió que grupos muy distintos se pusieran de acuerdo en algo. No es poco mérito para Moyano, que de todas formas cesó en su cargo pocas semanas después de la aprobación de la ley. Eso sí que siguió el guión habitual.