Cuando se aborda la historia de la conquista de América, la imagen recurrente es la esos aventureros y militares que cruzaron el océano a lo largo del siglo XVI y fueron extendiendo los dominios españoles. Tras ellos llegaron los encargados de poner en pie las instituciones y la administración que permitiesen gobernar y civilizar (o sea, cristianizar) aquellos territorios.
Puede que ésa sea la imagen, sí. Pero, como demuestra el historiador Gregorio Salinero en Hombres de mala corte (Cátedra), ya desde Colón las desavenencias entre los conquistadores y el rey fueron muy evidentes, aunque el mayor pico se alcanzó entre 1540 y 1580, cuando se sucedieron una serie de levantamientos y conspiraciones que, en algún caso, hicieron temer que los nuevos, extensísimos y alejados territorios se independizaran para constituirse en reinos totalmente autónomos.
El detonante del descontento fue la aprobación en 1542 de las Leyes Nuevas, que buscaban reformar el sistema de las encomiendas, prohibiendo que fueran hereditarias y mejorando las condiciones de trabajo de los indígenas, que en ningún caso podrían ser esclavizados. Esto se resolvió esclavizando a los negros, mientras que los indios trabajaban en muchos casos en condiciones tan deplorables que no había mucha diferencia. El fin último era evitar que en los territorios de América se instaurase un sistema feudal, cuando la evolución de la monarquía en la Península había ido hacia un modelo absolutista.
Salarios miserables
Estas leyes fueron recibidas con hostilidad en Nueva España: la Corona tenía dificultad en abonar salarios, y muchas campañas eran sufragadas con el dinero personal de los colonos y los militares, que sólo en la concesión de tierras y explotaciones, como las minas, podían encontrar la recompensa económica para salir de la miseria que les había expulsado hacia América. Si a eso se añade la dificultad para hacer valer las órdenes del rey por la lejanía y la vastedad de aquellas tierras, no es extraño que esa temprana generación se sintiera más cercana a su nueva patria, a sus camaradas y a los indios, que a la lejana corte.
Entre 1544 y 1548 estalló la Gran Rebelión de Encomenderos en Perú, liderada por Gonzalo Pizarro, hermano del conquistador Francisco, una guerra en toda regla que la metrópoli tuvo que esmerarse en sofocar con gran acopio de tropas. Unos años después, fue Lope de Aguirre, el enfebrecido y cruel buscador de El Dorado, el que encabezó una rebelión contra la monarquía en el territorio de la actual Venezuela. Pero quizá la conspiración más significativa fue la que tuvo lugar en México, en 1565, porque en ella se llegó incluso a barajar la posibilidad de romper lazos con España y hacer de Nueva España un reino independiente.
La persona que habría de encarnar esa nueva dinastía no carecía de linaje: era Martín Cortés Zúñiga, hijo de Hernán Cortés (quien a su vez había tenido también sus desavenencias con la corona), de quien había heredado el título de marqués del Valle de Oaxaca. Tras servir a Carlos V y Felipe II en varios escenarios de guerra, como Argel o San Quintín, en 1563 volvió a México, de donde había salido siendo un niño acompañando a su padre y a dos hermanastros, uno de ellos también llamado Martín Cortés, pero hijo en este caso de la relación del conquistador con Malinche y apodado el mestizo.
Conspiración y muerte
El marqués del Valle pronto hizo ostentación de su riqueza y de su posición, lo que le granjeó enemigos pero también seguidores. Varios de ellos aprovecharon una fiesta en su casa por el bautizo de dos de sus hijos para ponerle una corona de laurel y pregonar lo bien que le sentaba. Al parecer, el plan consistía en arrebatar el pendón real en un desfile y entregárselo a él, toda una proclama de que se le reconocía como monarca y una verdadera ofensa para Felipe II.
El plan, que llevaba varios años gestándose, fue abortado con la detención de los Cortés (el Martín mestizo fue torturado) y varios de sus amigos y seguidores. Todos fueron condenados a muerte, pero los Cortés fueron finalmente indultados y empujados al exilio de México. Dos de los conspiradores, hijos de compañeros de armas del conquistador, fueron degollados en la plaza pública.
Siguieron años convulsos en los que se sucedieron dos virreyes y varios cargos enviados por el rey, que con mucho esfuerzo lograron terminar de poner orden. Se firmaron muchas condenas a muerte y la sombra de la sedición planeó aún durante mucho tiempo sobre Nueva España. Hay incluso quien asegura que fue aquella la primera chispa que terminaría desembocando en la independencia de México, en 1821. Si es así, no deja de ser curioso que todo partiera de los mismos que primero lo habían conquistado.