María Tudor ascendió al trono de Inglaterra en julio de 1553 tras la muerte de su hermano Eduardo VI. En ese giro de los acontecimientos vio el emperador Carlos V una gran oportunidad para estrechar lazos diplomáticos con los ingleses y envió una proposición formal a Londres para casar a su hijo, Felipe II, con la nueva reina. A pesar del rechazo mostrado por algunos sectores, el contrato matrimonial se firmó el 24 de enero del año siguiente.
A Felipe II no le hizo mucha ilusión el enlace con su nueva mujer, celebrado el 25 de julio de 1554 en la catedral de Winchester, a juzgar por la confidencia que hizo a uno de sus acompañantes de la corte real: "Yo no parto para una fiesta nupcial, sino para una cruzada". Pero el Prudente cumplió con sus obligaciones, como relata su amigo de cámara Ruy Gómez de Silva: "Para hablar verdad, mucho Dios es menester para tragar este cáliz; y lo mejor del negocio es que el rey lo ve y entiende que no por la carne se hizo este casamiento, sino por el remedio deste reino y la conservación destos estados (sic)".
Pero María Tudor, hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, quinta y última descendiente de los Reyes Católicos, tuvo que hacer frente durante todo su reinado a una constante oposición interna. Como se recoge en un estudio de la Fundación Española de Historia Moderna, uno de los máximos especialistas del período Tudor, AF Pollard, señala que la oposición a María se produjo como reacción de la conciencia nacional inglesa a las injerencias extranjeras, en este caso la española.
También según la historiadora Hilda F. M. Prescott durante el reinado de María I de Inglaterra se asientan las bases de un razonable sentimiento antiespañol, radicando en el sanguinario reinado de la "Tudor española", que habría originado tanto una oposición a su persona, como una animadversión xenófoba a los intereses y a la naturaleza prohispánicas que defendía. Es decir, en la sociedad inglesa de mediados del siglo XVI aumentaron los prejuicios antiespañoles.
Recuperación del catolicismo
Las dificultades que tuvo que gestionar María Tudor nacen fundamentalmente por su férrea defensa del catolicismo, lo que genera una corriente muy crítica abanderada por los protestantes, y su condición de mujer, que podía significar el enlace con un monarca extranjero y la consecuente implantación de nuevas costumbres y leyes.
Lo cierto es que María Tudor dio razones a sus contrarios para percutir en esa resistencia. Durante sus cinco años de reinado, la reina de Inglaterra llevó a cabo una importante represión contra todos aquellos que se mostraban contrarios a la reinstauración del catolicismo. En total, casi 300 personas fueron quemadas en la hoguera. Esta política inquisitorial le brindó el sobrenombre de María al Sanguinaria (Bloody Mary).
Ante estas purgas, la historiografía protestante se ha agarrado a la figura implacable de María Tudor para azuzar la Leyenda Negra con la que criticar a España. Y la contraponen a su hermanastra Isabel, quien cogería el trono en 1558 pocos días después de su fallecimiento. La nueva monarca, la última de la era Tudor, revertería el catolicismo implantado por María.
"Es cierto que María ejecutó a muchos herejes anglicanos", escribe el doctor en Letras Juan Eslava Galán en su último libro La familia de Prado. Un paseo desenfadado y sorprendente por el museo de loa Austrias y los Borbones, "pero no fue más sanguinaria que su sucesora, que, vueltas las tornas, persiguió a los católicos con similar encono".